Fräu Leman estaba inquieta. Tenía una lista de todo lo que debía estar preparado antes de la llegada de herr Weimann, el señor de la casa. Uno a uno, fue tachando los pendientes: ordenar la biblioteca, preparar el cuarto de fräu Weimann, dar la orden de qué comida preparar para la cena, dejar listo el cuarto del señor con la cama abierta y los trajes y camisas planchados.
Caminó por cada una de las habitaciones. La mayoría estaba vacía. Cruzó el patio del aljibe hacia una y otra puerta cerrada. Abría aquellas que debían estar sin llaves y probaba aquellas que sí, para asegurarse del encierro. En el baño dejó toallas blancas con perfume de vainilla y los utensillos de baño del señor: peine, cepillo de dientes, brocha y navaja para afeitar. No faltaba nada. Incluso había un frasco de crema de manos y la loción para después de afeitarse. El otro baño, el de los invitados, también tenía toallas y jabones listos para quien visitara la casa. Luego de revisar esto, se adentró en la zona de servicio. Las tres habitaciones estaban ocupadas. Ninguna de ellas tenía demasiado equipaje. Bastaba con una muda de ropa para los días libres y tres uniformes para cambiarse durante la semana. Ella era la única que no usaba uniforme per se, sino que su ropa se componía de pollera, blusa y saco. Para los días de invierno que transitaban, fräu Leman agregaba una chalina tejida en color gris, como el resto de su ropa.
En la cocina trajinaba la señora Taylor. Preparaba carne con verduras al horno, de acuerdo con las indicaciones del ama de llaves. Era el gusto del señor. Su incorporación al grupo de empleados de Nebelhaus era reciente, pero había estado el tiempo suficiente para oír los rumores que pendían sobre la mansión. Si los susurros que había escuchado en el mercado no eran suficientes, la bruma que cubría la casa durante las noches completaba la leyenda.
Abby Taylor era una mujer escocesa que había llegado al país con un hijo adolescente a quien no quería que llevaran a la guerra. Se podía decir que su llegada al país era fruto de una escapatoria. Ella lo contaba con emoción, pues había perdido un marido y dos hijos en las trincheras. No soportaría perder a su último hijo, quien no se atrevía a sostener un arma contra un hermano. Fue así que ambos, madre e hijo, iniciaron un largo camino que los llevó al primer barco que salía con destino a América. Ninguno había escuchado hablar de la Argentina antes de comprar los boletos de salida pero supusieron, con acierto, que cualquier país tan lejano como la América del sur estaría tan ajeno a la guerra como ellos deseaban estar.
La señora Taylor trabajaba en la cocina de un bar, preparando papas fritas y otras comidas rápidas. Su jefe era un hombre que pasaba el día sosteniendo una botella de cerveza. Terminaba una y abría otra. Sus clientes eran parecidos a él y nadie esperaba más de la señora Taylor que paciencia y frituras. El bar quedaba en la zona de Retiro, un lugar a donde llegaban más marinos y viajeros que oficinistas. Allí fue que llegó un día un hombre bien vestido de traje y corbata sobrios. Era otoño en Buenos Aires y se empezaban a sentir los primeros fríos mezclados con la humedad que traía la bruma del amanecer. El hombre se acercó hacia la barra, la rodeó y entró en la cocina. Todos quedaron mudos ante su presencia. Bien podría haber sido un cobrador, un sicario, la Muerte misma. Nadie le puso peros a su accionar. Desde la puerta de la cocina, miró a la señora Taylor a los ojos.
—Señora Taylor, vengo a hablar con usted.
La mujer rolliza y pelirroja levantó las cejas como toda reacción a la sorpresa. Estaba sentada sobre un taburete alto, frente a una mesa donde amasaba pizzetas que luego freiría. Se limpió las manos en el delantal y puso los pies en el suelo. Bien parada, estiró la mano a ese señor de traje que la buscaba explícitamente a ella.
—Abby Taylor. ¿En qué puedo ayudarle, señor…?
—Solo señor estará bien por ahora. Vengo a ofrecerle trabajo como cocinera y para tareas varias en la residencia de un hombre acaudalado de origen alemán. Debería usted mudarse a la mansión y convivir con otras personas del servicio. Su hijo podrá mudarse a una mejor zona de la ciudad, la zona de Tribunales, donde le conseguiremos empleo como cadete. Si usted acepta, deberá mudarse en lo que dure la próxima semana. Esta oferta durará dos días.
Abby no daba crédito a lo que estaba escuchando. Algo de todo ello debía tener una trampa escondida. Que le ofrecieran trabajo ya era una gran sorpresa; que se lo ofrecieran también a su hijo era una bendición.
—Deberé hablar con mi hijo, pero creo que ambos estaremos de acuerdo en que la mejor respuesta es un sí.
—Evidentemente —prosiguió el hombre de traje. Luego estiró la mano con una tarjeta y agregó—: Esta es la tarjeta de un escribano a quien deberán ir a visitar tanto usted como su hijo si finalmente se deciden por aceptar mi oferta. Con él firmarán el acuerdo de confidencialidad y el contrato que requiere su trabajo en especial.
La señora Taylor recibió la tarjeta y la atesoró como a una joya. Al día siguiente, tomó a su hijo por los hombros y le contó todo cuanto le había sucedido. Ambos estuvieron de acuerdo que la mejor opción era la de aceptar. Así fue como Johnny «Juan» Taylor se había mudado a Tribunales y empezado a trabajar con una firma de abogados y Abby Taylor se había mudado a la casa de la calle Ascasubi, de nombre alemán: Nebelhaus.
Herr Wolf había lavado el Ford coupé durante la tarde. Incluso lo había encerado. Tenía que ir por herr Weimann, el patrón, al centro de la ciudad. Fräu Leman, la mano derecha del señor, le había dado las indicaciones con pelos y señas. Además le había dado un reloj de bolsillo cuya hora concordaba con solo un minuto de diferencia con el que usaba Weimann. El chofer debía utilizarlo siempre, pues para él, marcaba la hora oficial.
El primer día en que Augusto Wolf había entrado en la residencia Nebelhaus, un escalofrío le había recorrido la columna y finalmente le había dejado una idea en la cabeza, allí pasaban cosas raras. Él era un hombre práctico que había sido chofer de colectivo durante toda su vida, hasta ese desafortunado accidente que lo había dejado rengo. Pensaba de sí mismo como de un hombre sin grandes expectativas que se dejaba sorprender por las vicisitudes de la vida.