Anoche soñé que volvía a Nebelhaus. Veía pasar delante de mí a cada una de las personas que vivían en la casa: fräu Leman, la señora Rosa, Denver y, por supuesto, Ada, ocultando su barriga incipiente con chales y un saco grande. Me miraban al cruzarme, de pie en el patio de aire andaluz y aljibe de pequeñas cerámicas azul brillante. El Sol caía rápidamente como en una película que se proyecta en cámara rápida y la bruma cubría toda la casa. Todavía no podía moverme, inerte con la puerta de la biblioteca a mi espalda. La bruma, que no se sentía ni fría ni húmeda, se escurrió por debajo de las puertas y por arriba de los techos. De nuevo la proyección en cámara rápida me traía el Sol de la mañana, el del mediodía, el de la tarde. Nuevamente pasaban todos frente a mí. Cada uno invertía unos segundos en posar su mirada en la mía, pero ninguno me habló. Entonces vi a Ada cruzar el patio, esbelta como una gran dama. Detrás venía trastabillando Nicole. «Dad!», gritó con alegría. Ada sonrió y la dejó venir hasta mí. La tomé en brazos y sentí su peso, la seda de sus rulos, el calor de sus mejillas y el barullo de su boca, sin palabras definidas.
Fue ella quien me trajo a la realidad otra vez. Me escuché gritar antes de despertar. El calor era insoportable y el dolor, mucho peor. Mi mente me llevaba aún despierto a Nebelhaus, donde quería volver para poder vivir.
La fiebre quemaba en el cuerpo de Nikolaus. Padre e hija lo atendían según las indicaciones del doctor Ferdinand Schmidt, que pasaba por la casa en Villa del Parque casi todos los días.
Mara Paz era la niña más bonita de la capilla. Todos lo decían. Sus padres, herederos de la sangre de los indios comechingones de la zona, le habían regalado la piel bronceada, los ojos rasgados y los cabellos negros lacios. Tenía los labios llenos, algo que empezó a llamar la atención de los muchachos cuando llegaron a la pubertad. Pero ella tenía la vista puesta en el alemán, un muchacho rubio de ojos azules y un par de años más que ella, de la estancia Hügel.
Todo lo que Mara quisiera, podía conseguirlo. Clara, la hermana pequeña del alemán, terminó rindiéndose a la diversión de la amistad de la niña comechingona. Las trenzas rubias de Clara contrastaban con las de su amiga. La piel blanca de su amiga, se oponía a la dorada de Mara. Así nació y creció una amistad, con el secreto compartido de que Mara soñaba con casarse con el alemán.
Los años pasaron y poco cambiaron las cosas, como sucede siempre en los pueblos y campos del interior del país. Las niñas, ahora señoritas, iban a misa de Pascua con las trenzas atadas con cintas violetas, según el color del calendario litúrgico. Se sentaron juntas, una al lado de la otra, para chismear sobre la gente que se había congregado. Estaba Estevanacio, el hijo de la estancia Luna Llena. Clara había puesto el ojo en él pero sus padres tenían pensado mudarla a Córdoba. Según los planes, se iría junto con su madre. Allí estudiaría algún oficio y conseguiría un marido abogado y contador. Esa era la última Pascua de Clara en Capilla del Monte y esperaba robar un beso a Estevanacio antes de irse sin fecha de vuelta.
Mara también estaba inquieta. No solo por la pronta despedida de su mejor amiga sino porque el alemán la había estado mirando toda la misa, mientras estrujaba la boina oscura entre las manos.
Más adelante, cuando hablaran de ese momento, el alemán enmudecería la confesión de que no era a ella a quien miraba, sino a su hermana. Clara era el sosiego del alemán, la confidente, la única que lograba encontrarlo cuando se escondía por el malhumor. Ese día en la misa, la miró y supo que ella había cambiado para siempre. Sus padres habían juzgado que estaba crecida y ya merecía oficio y marido. Aunque para el alemán ella nunca envejecería, no tuvo más que aceptar que los planes paternos la alejaban de él.
El único beso entre Clara y Estevanacio fue en silencio. Nada se dijeron antes y nada se dijeron después. Al terminarlo, ambos se dieron vuelta y aceptaron los destinos que sus padres les tenían preparados.
Cuando las encontró al pie de la colina de la capilla, el alemán saludó con dos besos a cada una de las muchachas.
—Clara, ¿estás lista para ir a casa?
En público se consideraba mala educación hablar en un idioma que no todos conocían. Y Mara no hablaba alemán.
—¡Oh, quedémonos un rato más! Por favor…
En el pueblo, que se juntara tanta gente (fuera para la misa o para la marca de ganado) era sinónimo de fiesta. Allí se quedaron, con Cristian (el mayor de la estancia Hügel) mirando de lejos a sus hermanos menores y con Mara mirando fijo al alemán.
El doctor Schmidt había quitado la bala lo más pronto posible. Cabía esperar que la herida cerrara, mas coserla era imposible. Del agujero en el brazo surgía pus de forma constante. La limpieza con agua caliente y las inyecciones de penicilina parecían no ayudar en nada. La fiebre no cedía, el convaleciente divagaba; por momentos hablaba, por otros, sollozaba.
Bajarlo del barco había requerido toda la fuerza física y de voluntad de la muchacha. Lo llevaba sobre la espalda, envuelto en uno de sus chales para tapar la sangre que manaba del brazo. A medias, se sentía culpable por esa herida. A medias, creía que era parte de la misión.
Desde abajo, herr Müller vio bajar a una mujer enfermiza con la cabeza cubierta y la tez sucia. En su espalda colgaba un hombre rubio más alto que ella. En seguida pudo distinguir que estaba herido. La mujer, seguramente había sido ella, había cubierto con un chal el brazo izquierdo para disimular. Sin embargo, de la mano goteaba sangre oscura y espesa, como la de una gangrena. Era Graf y estaba enfermo; enfermo en la sangre.
Herr Müller se acercó a la pareja y le quitó el peso muerto de Graf a la mujer. Arthur Schols estaba ahí también. Se acercó por detrás y pidió los pasaportes. Los haría sellar sin que pidieran la presencia de la pareja. Los nombres en los documentos falsificados eran los de una pareja.