La casa de los espejos

4.3 El progreso de un Guerrero

​El aire en el primer nivel de la cueva era más fresco y húmedo, pero el sudor que empapaba la ropa de Egus no era por el calor del desierto. Grash lo miraba con ojos serios mientras él, con la Espada del Solsticio en mano, intentaba golpear un saco de arena improvisado. Cada golpe era torpe, desequilibrado, un reflejo de su inexperiencia. La espada, que en el desierto se había sentido como una pluma, ahora parecía un peso muerto, y cada intento de golpe era una batalla contra su propia falta de habilidad.

​—No es un palo, es una extensión de ti —le dijo Grash, con su voz áspera pero paciente—. El agarre es importante. No aprietes demasiado, pero tampoco la dejes resbalar. Siente su peso, deja que te guíe.

​Egus asintió, frustrado. Lo intentó de nuevo, y esta vez Grash se levantó y, con su mano, ajustó sus hombros y sus pies.

​—Tu postura es tu base. Sé un árbol con raíces firmes.

​El entrenamiento se prolongó por días. Egus se despertaba con los músculos adoloridos y el eco de las palabras de Grash resonando en su mente. Poco a poco, los golpes fueron más firmes, el balance más estable, y la espada empezó a sentirse menos ajena a él. Por fin, después de incontables golpes y repeticiones, la Espada del Solsticio se sintió como una extensión de su propio cuerpo. Ya no era un peso muerto en sus manos; era una compañera, una con Egus.

​Pero la comida, sin embargo, se estaba acabando. Las salamandras que habían cazado en el segundo nivel eran un recuerdo lejano, y la cantimplora de agua ya casi estaba vacía. La necesidad de reabastecerse era tan grande como la de entrenar.

​—Debemos bajar de nuevo —dijo Grash, con la mirada fija en el oscuro pasaje que conducía al siguiente nivel—. Puede que haya más criaturas, o incluso un mejor lugar para beber.

​Egus sintió una punzada de nerviosismo. El recuerdo del olor a sangre y el chillido de las salamandras lo asaltó, pero la nueva confianza que su entrenamiento le había dado superó el miedo. Al día siguiente, emprendieron su viaje al segundo nivel. Esta vez, Grash lo acompañaba, un poco más recuperada, aunque todavía daba pasos pequeños y medidos. En su camino, encontraron algunas varas de madera y una cuerda resistente, con las que Grash improvisó un arco y flechas. Era una guerrera, y por fin podía volver a serlo.

​La espada del Solsticio giró en el aire y volvió a la mano de Egus, emitiendo esa luz morada que les ayudaba a iluminar el camino.

​—Debemos seguir, Grash —le dijo Egus, extendiéndole la mano para ayudarla a incorporarse.

​De pronto, la espada cambió de color. Un destello rojo y otro azul se encendieron en su empuñadura antes de que regresara a su resplandor morado. Era la señal de que sus enemigos se acercaban. El eco de sus pasos se volvía más intenso en el eco del lugar. Egus empuñó su espada con ambas manos, buscando a los alrededores a las criaturas que lo habían aterrorizado antes.

​—Es el momento de luchar —dijo Grash, con su voz tensa pero confiada.

​De pronto, la primera salamandra se abalanzó sobre él. Sus garras se prepararon para atacar. Pero los nuevos reflejos de Egus guiaron sus manos automáticamente. Un sonido de metal cortando el aire, un silbido agudo, fue lo único que se escuchó. Egus blandió la espada en un movimiento fluido y cortó a la salamandra que había saltado en el aire. Las demás se detuvieron en seco. Se dieron cuenta de que no era el mismo niño temeroso que había bajado la vez anterior.

​Como si danzara, Egus blandió su espada de nuevo. Un aura de color fuego empezó a envolverlo, un aura que él no se daba cuenta de que existía. Pero Grash, sentada a lo lejos con su arco preparado, veía con los ojos asombrados y emocionados cómo Egus bailaba en la batalla, sus movimientos eran precisos y firmes. Las lágrimas se asomaron en sus ojos ámbar, y reconoció en su corazón que la esperanza podría volver, que no estaba perdido todo y que definitivamente, él era el Useklas.

​De uno en uno, Egus fue derrotando a sus enemigos. A diferencia de su batalla anterior, ya no había desesperación ni pánico, solo una fluidez extraña. Algunas salamandras, al ver la eficacia del niño, solo podían huir. La mayoría, sin embargo, no viviría para contarlo. Grash, con su arco tenso, estuvo lista para acertar una flecha de apoyo en cualquier momento, pero Egus no lo necesitó.

​Su adrenalina estaba al tope. Cuando se detuvo, el aura de color fuego que lo había envuelto se disipó, dejando una estela de calor en el aire. Egus jadeaba, pero no de cansancio, sino de pura emoción.

​—¡Grash! —dijo, con la voz entrecortada—. No sé qué pasó, pero me sentí que volaba... sentí que flotaba... sentí que...

​En ese momento, el poder que había salido de él era demasiado nuevo, demasiado abrumador. Se desmayó. No estaba herido ni cansado, simplemente necesitaba asimilar esa sensación.

​Grash lo recostó con cuidado sobre su bolsa. Con la madera que le había sobrado del campamento, hizo una pequeña fogata y se dirigió al inicio del río que bajaba hacia el fondo de la cueva. Improvisó un cuchillo de piedra y empezó a desollar las salamandras, preparándolas para asarlas sobre las llamas. Pronto, el delicioso olor a carne cocinada llenó el aire.

​Cuando Egus despertó, se levantó rápidamente.

​—¡Grash, las salamandras! —dijo, la preocupación en su rostro.

​Grash sonrió, su expresión suave y reconfortante.

​—Tranquilo, no te preocupes —le dijo—. Las venciste a todas, y las que quedaron, no creo que vuelvan sabiendo que alguien tan fuerte ronda por el lugar.

​—¿Fuerte? —preguntó Egus, genuinamente confundido—. ¿De quién hablas?

​—De ti, por supuesto, mi Useklas —respondió Grash, con los ojos llenos de una mezcla de reverencia y admiración—. Te envolviste en un aura que solo los sabios han podido ver.




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