Lilia no entendía nada y aun así sabía que algo malo estaba pasando.
Al igual que Arturo, a los diez años vivió una experiencia crucial, pero muy distinta a la de este.
Su vida, tal como la conocía, se derrumbó
Hasta ahora su infancia venía siendo relativamente normal. Iba a la escuela como los otros niños, asistía a clases de gimnasia, tenía amigas y por las noches escuchaba a sus padres gritarse durante todas las cenas.
Lo que de pequeña recordaba como unas simples discusiones un poco subidas de tono, poco a poco se habían convertido en peleas con gritos a plena voz donde los insultos eran lanzados de lado a lado mientras Lilia, al borde del llanto, se encerraba en su cuarto, se ponía audífonos y se abrazaba a las sábanas tratando de olvidar que sus padres hace mucho tiempo se habían dejado de amar.
Esto último era particularmente obvio. Incluso ella, de pequeña, ya notaba las muestras de infelicidad.
Mientras otros padres se despedían con besos puntuales o caricias en las mejillas, los suyos intercambiaban palabras escuetas y a veces ni eso. Mientras otros padres, los de sus amigas, compartían con sus hijas y al hacerlo reían, los suyo cada vez más la excluían, demasiado absortos en sus propios demonios.
Las peleas eran tan constantes que raros y maravillosos eran los días donde no hubiera, usualmente reemplazando la verborrea por un silencio indiferente.
Lo horrible de todo el asunto es que Lilia se había acostumbrado a todo eso. Empezaba a amoldarse a vivir en un entorno corrosivo dejando que la bilis de sus progenitores se le adhiriera en la piel.
Quizá así hubiese sido de no ser por esa última pelea.
Lilia nunca sabía porque discutían. Gritaban por todo lo alto y aun así ella prefería hacer oídos sordos haciendo todo un esfuerzo por tergiversar lo suficiente las palabras para que no llegaran a su cerebro. Por eso no supo que pasó aquella última vez, no supo que cambió, que lo hizo diferente. Solo supo que fue la última vez que vio a su padre.
Ella estaba en su cuarto escuchando música y mirando a la televisión en un doble intento por ignorar lo que sucedía afuera. Parecía una pelea cualquiera hasta que escuchó el vidrio quebrarse.
Saltó de la cama nada más oírlo.
De repente, lo que era un conocido malestar se convirtió en una explosión de miedo.
Se quitó los audífonos, las sábanas de encima y salió corriendo de su habitación. Bajó las escaleras del segundo piso y en el rellano encontró a sus padres uno frente a otro.
Su madre estaba de pie al lado del armario de las copas, el cual tenía las puertas abiertas y una de las copas no estaba en su lugar. La faltante se hallaba divida en dos partes. La primera en el suelo, en cientos de pedazos, y la segunda en fragmentos incrustados en el brazo de su padre, el cual sangraba estrepitosamente.
Ambos lucían sorprendidos, casi confundidos.
Lilia dedujo lo que había pasado.
«Mamá le lanzó una copa de vidrio a papá».
Fueron unos eternos segundos de silencio en los que los tres se quedaron sin decir palabras. Lilia no estaba segura de que sus padres supieran que ella estaba ahí. Andaban demasiados concentrados viéndose mutuamente.
De la nada, como si una malévola fuerza la poseyese, mamá profirió un grito, se giró, tomó más copas y comenzó a lanzárselas a papá, quien a duras penas lograba cubrirse.
Mamá gritaba cada vez que lanzaba una, con una mirada demencial en sus ojos.
La pequeña comenzó a gritar.
Le pedía a su mamá que por favor parara, que dejara de lastimar su padre, que iba a matarlo, pero ella seguía arrojándole todas las cosas de cristal que veía en su camino.
Lilia corrió a los pies de su padre, quien la empujó apenas la sintió. En ese momento de desprotección, un pequeño florero de cristal le dio en la cara y se la llenó de sangre. Lilia gritó y se cubrió; algunos pequeños fragmentos también le cayeron encima, aunque nada comparado con lo que le pasó a su padre.
El hombre cayó de rodillas y Lilia, asustada de ser herida también, se apartó.
Se arrepentiría de ese pequeño gesto de cobardía el resto de su vida.
Su madre continuó lanzando cosas. Ya ni quería hacerle daño, solo arrojarle objetos, pues hasta el cojín de un sofá le lanzó. Para cuando se quedó sin proyectiles jadeaba por el cansancio y en sus ojos ya no se veía esa bondad que Lilia percibía cuando jugaban juntas. De hecho, Lilia nunca volvería a vérsela.
Su papá estaba de rodillas cubriéndose la cabeza. Lilia tirada en el suelo, apartada de él.
Los tres volvieron a quedarse en un silencio solo perturbado por los jadeos de su madre.
Así estuvieron hasta que su papá, con la voz más fría que había usado jamás, dijo:
—¿Ya terminaste?