La casa del Paraiso

CAPITULO II: Ventanas abiertas, ventanas cerradas

CAPITULO II: Ventanas abiertas, ventanas cerradas

La alarma del teléfono móvil sonó despertando bruscamente a Marcos. Tardó unos segundos en encontrar el móvil y desactivarla. Uno de los sonidos que más odiaba en el mundo era ese. 

Fue al baño y abrió la ducha para que el agua se calentara mientras él comenzaba su día prendiendo la cafetera. En pocos minutos el olor del café envolvió el pequeño apartamento. 

—¡Buenos días madre! —la saludó mirando con una sonrisa la frágil figura en la cama.  

La madre de Marcos no contestó. Él la ayudó a levantarse, la llevó al baño y luego la sentó en la pequeña mesa de la cocina para esperar que después de que su hijo se bañara, le diera el desayuno. 

—Huevos revueltos, pan con queso crema y café con leche mamá, tal como te gusta. 

Marcos recordaba que ese era el desayuno favorito de su madre. Lo recordaba de cuando tenía 10 años y la enfermedad aun no era tan limitante. Sin embargo, Lucía, la madre de Marcos debía recordar algo porque sus ojos brillaron cuando escuchó a su hijo, o quizás era simplemente el hambre que se hacía presente. 

En silencio, madre e hijo comieron. Marcos se aventuró a hablar para ver si obtenía el mismo resultado de la noche anterior. 

—¿Te dije mami, que ayer pasé frente a la casa abandonada de la esquina y una ventana estaba abierta?  

Esta vez no hubo respuesta. Lucía simplemente siguió saboreando los huevos revueltos. 

Marcos suspiró y recogió los platos. Al rato, le escribió un mensaje a Emelinda diciéndole que se iba y dejaba la comida en la nevera. La señora le contestó que pasaría en un momento, al terminar el desayuno en su casa. Con un beso en la frente, se despidió de su madre y salió del apartamento para ir al Call Center donde trabajaba hasta las 4 de la tarde. Después de allí, iría a la Universidad.  

Se habían quedado solos cuando el padre de Marcos los abandonó al descubrir que Lucía estaba enferma y que irremediablemente se perdería en el olvido. A veces llamaba a Marcos. 

Eran conversaciones escuetas por parte del muchacho, casi monólogos donde el padre de él, David, le preguntaba cómo estaban, como estaba Lucía y si necesitaban algo. El muchacho contestaba escasamente a todas las preguntas, pero no le decía nada más, no le contaba nada de su vida y eso, a su padre, le dolía. Excepto aquella vez en que David, le sugirió internar a Lucia en una clínica psiquiátrica. 

—¡¿Estás loco?! —le había dicho Marcos por teléfono, con la voz alterada— Nunca te he pedido nada, ¿qué te hace pensar que yo necesito internar a mi madre en un manicomio para olvidarme de ella como lo hiciste tú?  

—No es eso hijo, ¡no te pongas así! —dijo David para conciliar— Es solo que tu madre pasa tiempo sola porque tú trabajas y estudias y sería mejor para los dos que ella fuera atendida por gente especializada en eso… 

—Si crees que yo deseo deshacerme de ella, te equivocas. Ella y yo estamos bien. Ella me tiene a mí y mientras yo viva, estaré para ella —Lágrimas de rabia comenzaron a derramarse de los ojos de Marcos, pero trató de mantener su voz firme, no quería que su padre supiera que estaba llorando. 

—Hijo…—Alcanzó a decir David antes de que Marcos cerrará con fuerza el teléfono. 

Después de eso las conversaciones fueron como siempre, una farsa donde David preguntaba cosas para acallar su conciencia y Marcos le contestaba secamente para no dejarlo olvidar su abandono. 

Con paso presuroso, Marcos salió del edificio. Por un momento respiró profundamente llenando sus pulmones del dulce olor de los jabillos en flor. Al final de la calle podía ver la casa blanca abandonada. 

Caminó rápido, no porque fuera tarde, sino como quien anhela llegar a una cita largamente esperada. Cuando estuvo frente a la casa, la miró hasta el mínimo detalle: El portón negro de hierro cerrado, la paredilla que rodeaba la casa con su pintura blanca desconchada, manchada por la lluvia y el barro, los árboles de mango del otro lado del muro, con sus ramas cargadas de frutos verdes y la casa de ventanas… cerradas. Todas las ventanas estaban cerradas. Ni una sola abierta, ninguna cortina al viento. Todo igual que siempre, ajeno al paso del tiempo. 

Desconcertado, Marcos trató de encontrar una respuesta a aquello. 

—Tal vez alguien entró a la casa— se dijo a sí mismo en voz baja —algunos adolescentes revoltosos queriendo vivir aventuras, seguro fue eso. 

 Pero cuando Marcos miró de nuevo el portón, se dio cuenta que eso era imposible porque se notaba que esa reja no había sido abierta en años, el polvo cubría el grueso candado. 

Parado allí, mirando abstraído la casa, comenzaba a llamar la atención de los transeúntes que caminaban hacia sus trabajos. 

—¿Pasa algo Marcos? —le preguntó un vecino al mirarlo ensimismado. 

— ¡Julián!, nada amigo, ¿Cómo estás? — Giró para ver a su interlocutor y comenzó a caminar a su lado hablando trivialidades del día a día. 

A la hora del almuerzo en el Call Center, Marcos se sentó en la mesa del comedor junto a Fernando y Santiago, sus únicos amigos en el trabajo. 

Fernando era uno de esos gorditos vivarachos, siempre alegres y bonachones que se vuelven rápidamente el mejor amigo de todos. 

—¿Qué pasó amigo? — le dijo Fernando a Marcos mientras este se sentaba —Parece que no has dormido en mil años, ¿mucho trabajo en la universidad? 

—¿Ah?! Nada, lo que pasa es que no dormí bien… pensando— dijo Marcos mientras comenzaba a comer su carne guisada. Fernando soltó una risa escandalosa. 

—¡Yo sé en quien estabas pensando! ¡En María! —y volvió a carcajearse. 

Santiago miró dubitativo a Marcos, aunque sabía que su amigo era un romántico dado a perder el sueño por desamores, no creía que esa fuera la causa de su trasnocho. 

—¿No te creo, todavía estás así por esa chica? — le dijo Santiago comenzando a degustar su almuerzo. 



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En el texto hay: angustia, brujas, sobrenatural

Editado: 29.08.2020

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