Ya no queda nadie.
Lo sabía desde hace mucho, pero me negaba a aceptarlo. ¿Cómo podía
ser yo la única? ¿Cómo podía estar sola? No era posible, no podía serlo.
Simplemente no era real. Tomé el lápiz labial color rojo con incertidumbre, pero cuando lo sentí, sabía que estaba allí, que yo tenía razón.
Ya no queda nadie.
Pase el lápiz labial con ira sobre mis labios, presionandolo al punto de
que se quebró. Maldijé y lo tiré observando como su color manchaba la
cerámica. De repente estaba enojada, conmigo misma, con la pérdida,
con el maldito lápiz. Con la vida, y con Dios mismo, si es que existía.
Ya no queda nadie.
Me cuestioné si había alguna forma de traerlos de vueltas, alguna especie de negociación que pudiese hacer, incluso, con el diablo, con la escoria más baja de aquella ciudad. No me importaría en lo absoluto cambiar mi alma. Mi mirada se perdió en el rojo carmesí. Quizás, quizás...
Ya no queda nadie.
El reflejo estaba demacrado, y para cuándo las lágrimas inundaron mis mejillas, el maquillaje se corrió. La tristeza me inundó, el dolor me golpeó el pecho con fuerza, dejandome casi sin aliento. Pase mis manos por mi rostro ampliando más el maquillaje, amplie más la mancha, hice a la tristeza más grande, más abarcativa. Más, más...
Ya no queda nadie.
Me costó, muchísimo. Tardé semanas, meses, incluso años en superar
completamente, y puedo jurar, que el dolor nunca se va del todo. Sigue
ahí, carcomé lo que puede a su paso. Levante el lápiz del suelo y barrí con los dedos la pintura que se había salido por fuera, intentando inútilmente que volviera a ser cómo antes, pero no quedo igual. Lo acepté, comprendí que ya estaba roto, que no volvería. Le puse con delicadeza la tapa negra, como si continuase allí, con respeto, con amor, y con arrepentimiento por haberlo herido antes. Lo deje sobre la mesita, justo
enfrente del espejo. Tendría que conseguir otro, o simplemente, no hacerlo.
Ya no queda nadie.