Lago Ricknald, 12.15
La escopeta se balanceaba en un hincapié casi ya al límite de caer. Debía de pesar diez kilos, y el brazo de Tom era sabio, aunque ya viejo para seguir cargándola. Era eso lo que ocurría tras una vida sin beber mucha leche ¿no? Marie tenía razón. Dios sabe que sí.
Estaba bien aseado. Tomo la escopeta, y se dirigió al ventanal del ala este con vistas al bosque. Si el día estaba a su favor, cazaría un venado —y si Dios ahora estaba en su causa, estaría gordísimo de tanto comer—, y la cena sería un placer.
Pero no sería así, porque él sabía que algo malo ocurriría. A menos que el monstro fuese amable en darle un festín antes de comenzar su trabajo.
Rum—Rum
Aflojó un alarido de dolor al haber erguido sus rodillas. Advirtió calor en la zona nuclear donde se hallaba el quejido. Alrededor de la rodilla, e la parte frente. Pero iba a cesar ya. Estaría viejo, pero no acabado.
La corriente pasada ya las doce del día, acostumbraba a ser delicado y suave en la temporada de invierno. Para la tarde comenzaba a descontrolarse, las hojas de los arboles ulularían hacía atrás y más de alguna raíz quedaría floja. Había sido la señora Humboldt quien murió instantáneamente tras recibir el impacto de un tronco, tres veces su tamaño. O sucedió quizá a Harold Dixon —No. Murió en un choque de la autopista de Louane Town—.
Daba igual.
Pero ahora había que aprovechar la corriente. Aún quedaba de algunos venados por allí. Comiéndose a las ratas que merodeaban por la maleza y el moho que se amontonaba en las rocas. La compañía siempre es grata, murmuró Tom. Abrió ambos ventanales y entró feroz la corriente de viento que hizo vibrar las cortinas en interminables ráfagas de poder. Las flores bordeadas en ella perdieron la forma, quedando algo nuevo, horripilante; una figura destrozada color rojo suave.
El horror duró apenas diez segundos casi exactos. El viento cesó. Las cortinas quedaron quietas. Las extrañas manchas rojas volvieron a ser rosas.
Apoyó el arma de medio metro de largo, en la terraza que disponía el ventanal. Había cuadros apoyados en la base hecha a madera oscura que hacía juego con el panorama que había afuera. Varios de ellos eran fotos de John y la familia, incluido Tom; uno donde posaba Bill y Noelia, ambos bien vestidos y amados. A la orilla en solitario, estaba John junto a él, parados delante de la iglesia de Louane Town. Estaba bañada en color crema, con los tejados de color verde opaco. Era hermosa verla de lejos, y bellísima de cerca. Tenía dos pisos, hecha a madera por dentro y fuera. Y en el centro —en la división del primer contra el segundo piso— había un ventanal circular que le daba el caché perfecto.
Se perdió por un momento en el recuerdo y en la imagen, ambas cosas eran proporcionales. La sonrisa de Noelia al tomar la foto era perfecta. El flash le encandiló la vista unos segundos. Bill detrás de ella con la similar sonrisa de su mujer, cargaba a la pequeña Susan con ambos brazos, era la niña más dulce que conocía, pero tenía de sus buenos kilos de más. Y el abrazo que le dio John. Por qué había sido eso, ¿podía recordarlo? No. No podía. Le duele recordar, le llegaba siempre un calor mucho más pesado que el de momento atrás.
Calor. Como posar en las brasas. Como arder en el puto infierno…