Los hombres del Ricknald acordaron salir de sus casas a las ocho menos cinco de la noche, para reunirse a las ocho de la noche a más tardar. Habían pasado ya tres meses del incidente en la iglesia del Lago Ricknald, que acabó con las muertes de John Chesster y Padre Richard. La conmoción aun persistía en ellos. Desde entonces, las noches suelen agitarse después de las ocho en punto de la noche. Se dividen en grupos de cinco hombres y máximo seis, en caso de sobrar uno. Se equipaban hasta llenar los bolsillos de balas y partían a los bosques mientras que otros persistían en el pueblo a su vigilia. Los bolsillos de los vaqueros de Bill nunca pudieron quitarse el fuerte olor al plomo mezclado con el metal y billetes.
Las mujeres apoyaban dentro de sus casas. Se sentaban junto a sus ventanales que daban hacia el exterior del Ricknald y allí miraban actividad sospechosa, lo que se reducía solamente a sombras por ser ya de noche. Muchas veces había falsa alarma al creer sospechar algo, resultaba o ser el aleteo de los arbustos por el viento que seguía golpeando, o un animal que paseaba aun a esas horas.
Los niños resultaban llevarse la mejor parte. Ellos solo hacían lo que siempre hacen: jugar con los hermanos, ver televisión, leer un libro, o pintar. No sabían lo que sus mayores hacían, no entendían por qué mamá se quedaba mirando por la ventana con agría melancolía enmarcada en sus rostros. Tal vez esperaban a que llegara papá y mientras este no se mostrara por el pórtico de la casa, no volverían a respirar. Intuían eso por que al menos si sabían de algo.
En el Ricknald ocurren cosas raras.
Cosas malas…
Los hombres del sur de Louane Town ya estaban reunidos en el centro del Lago Ricknald. En la única plaza que tenía el pueblo. Era circular cuan extensa era. Tenía juegos dispersados por las zonas verdes que ahora comenzaban a cubrirse con la nieve. El invierno estaba llegándole a todos. Karl Fritz traía consigo una linterna de petróleo de igual circunferencia que su cabeza. Era de color azul marino por los lares que aún no estaban oxidados. Kirk Norbert y otros cinco más le acompañaba con rifle en mano. Bill estaba erguido con el rifle con mira incluida tomado en pose para atacar, años después estaría en mano de Tom Chesster, su pequeño y único varón desde que murió John.
Como le devastaba pensar en su Johnny. ¡No! Ya no era suyo. Ahora era de la muerte. Solo de ella. Solamente el recuerdo que desarrolla lo alguna vez fue John Chesster, era suyo y de todos lo demás en Lago Ricknald.
¿Buscaba huellas en la maleza en donde estaba? No. Solo cubría las aterradoras ojeras que traía consigo.
—Bueno —Comenzó el orador, Karl Fritz. Su primera palabra antes del omiso silencio que emanaban todos allí, le hizo parecer preocupado y afligido. Graznó tres fuertes tosidas y recuperó su voz que tanto daba gusto oírla—…Como ya lo habíamos discutido. Hagan grupos de cinco y si queda uno afuera, que se cole.
Hicieron caso al pie de la letra. Ya al estaban todos reunidos pero separados por grupos de valientes hombres. Solo uno quedó solo: Henry Thompson, un chico que acababa de cumplir los diecisiete años. Quedó perplejo al verse solo entre los demás, no era muy sociable. Pero quería ayudar. Y esta acababa de ser la primera vez en quedar sin grupo. Que se cole con nosotros, gritó para ser oído, Paul Bauman en nombre de su grupo.
Ya listos todos, hicieron revisión de sus armas y municiones. Estaban listos. Que Dios proteja a nosotros, los inocentes; murmuró, Karl Fritz. Y los que le oyeron se les trabó la garganta, tragaron saliva y sintieron como esta les raspaba por dentro. Así debía sentirse uno al vivir la congoja.
Tres grupos, o sea, quince hombres, se quedaron protegiendo el pueblo o también estando pendiente a posibles gritos para ir en la ayuda. Karl lo había planeado todo, absolutamente todo.
¿Todo?
Los demás entraron a los bosques del Ricknald y al entrase cada vez más, se iban separando de los otros grupos. Bill se iba detrás de Karl y así ambos se sentían seguros de sus espaldas. La noche era densa gracias a la neblina que hacía no más verse mucho mas bella a la luna. Había grillos que le cantaban incluso. Pisaban y no podían evitar el crujido de la nueva nieve que volvía después de un año. Los arboles se erguían con el viento, provocaban un tenso sonido para ellos. Se enderezaban y el sonido en viceversa parecía serles peor.
Bill meneaba la escopeta y parecía que los brazos se le tambaleaban de allí para allá. No podía quitarse a su hijo de la mente, y eso le impacientaba como también desolaba. Tenía rabia, claro.
Tampoco se quitaba la idea de como torturaría al asesino y provocador de incendios cuando lo atrapase. Le haría gritar de igual dolor como lo hizo Noelia el día de la tragedia.
Mataré al hijo de puta, concluyó. Lo mataré, ¡Lo mataré!
Llevaban media hora mas o menos divagando por el bosque, lo que se estimaba en dos kilómetros. Eran viejos y acabados, pero sabios.