La muerte del grupo de Karl Fritz, el mejor orador que había dentro el Ricknald. Significó la conmoción de todos durante semanas, y también la inseguridad a seguir creyendo. Ya qué más podían hacer, ellos. Se entregaron al Lago, y a su horrible naturaleza. Era eso o morir de locura.
La vida siguió con normalidad.
Tan así fueron los esfuerzos de estos, que organizaron el primer picnic donde participaron todos los residentes. Nadie quiso quedar fuera de estos. Las mujeres hicieron la mayor cantidad de ensaladas cuan variadas eran gracias a la vegetación del lugar. Los hombres dedicaron semanas a la caza para lanzarlo todo a la parrilla. Los niños volvieron a jugar con normalidad como lo era tiempo atrás.
Tom Chesster tenía ya veinte años. Su largo pelo le hacía ver más gordo, pese a pesar menos de ochenta kilos. Llegó a ser igual de alto como John, pero nadie se lo hizo notar por miedo a recordar del pasado. Su barba crecía con abundancia casi medio centímetro todos los días. Era tan áspera que pasaba rascándose el mentón.
Se dedico desde sus diecisiete a la casería y la pesca. El señor Edmonds le enseño todo lo que podía saberse para casar desde una rata hasta el premio gordo: Un venado. Se lo pedía prestado como prefería decirle a Noelia con cierta picardía que Tom aun no podía ver. Los lunes y martes iban al bosque, ambos con rifles. Y los miércoles y jueves, al lago en un bote de madera bien antiguo. Se adentraban hasta la mitad del Lago Ricknald y se quedaban dos horas, a veces más, pescando salmones.
El señor Edmonds fue su última figura parental a la que pudo en verdad gozar y sacar sabiduría de lleno. Le amaba tanto como alguna vez amó a John y Bill. Mintió. A John lo amó más que a ningún ser humano en la tierra.
A mediados de noviembre del mismo año en que se realizó el gran picnic, en julio. Hubo personas en demasía que presentaban dolores abdominales y tos convulsiva. Apostaron por un virus que debieron haber picado en el invierno. Greg Coolie fue uno de los primeros —por no decir, el primero—, en presentar los síntomas. Su familia tenía buena economía, tanta que expandieron cabaña en donde vivían. Eran los únicos que tenían vehículo entre todos, con capacidad para cinco personas máximo. La cantidad de enfermos se expandía a más de treinta personas, y solo uno había muerto hasta entonces. Una niña de unos cinco años que vivía en la cabaña tercera. El señor Coolie ofreció llevar algunos de los enfermos al Hospital Clínico de Louane Town, a cinco kilómetros de distancia. Los ganadores se fueron un Domingo por la mañana hacia el mediodía. El sol era radiante y alegre, la maleza estaba verdosa como nunca, los arboles más viejos se extendían con omnipresencia dentro del Ricknald, además de estar rozando las nubes de Dios. El señor Coolie encendió su vehículo y partieron sin darse mayor rodeo. No alcanzaron la salida del Ricknald, que la tenían a medio kilómetro, cuando fueron sorprendidos por la naturaleza viviente. Uno de los omnipresentes troncos debía de tener más de cien años, afirmaron algunos después de la tragedia. Las raíces de este le soltaron sin dar previo aviso. El árbol impactó por completo en el vehículo del señor Coolie. Se hundió por completo, las ruedas reventaron por la presión, y los que estaban dentro murieron, a excepción de un chico que iba en el asiento trasero, de nombre Ismael Carter. Murió a las horas después.
Una vez más, la gente desistió ante el Ricknald. La tragedia empeoró hasta quedar todos infectados por el desconocido virus. Poco a poco fueron cayendo. Los más pequeños y ancianos, claro. En un mes, ya habían muerto más de veinte personas. Algunos por neumonías, otros por hemorragias que no podían parar.
El Ricknald se convirtió en lo que Tom supo desde el día en que vio algo raro en los ojos de John. Un pueblo fantasma, para fantasmas.
Tom Chesster estaba en cama, sus fuerzas eran nulas y solo podía mover con mucho esfuerzo sus ojos. Llevaba u paño húmedo en agua del lago tendido en su frente. Llevaba con fiebre hace dos días. Carol, la niña que adoraba que Bill le cargara, murió de hemorragia nasal. Solo Noelia y Tom seguían viviendo en la familia Chesster. Su madre estaba en la pieza siguiente, sus fuerzas como también ganas, eran nulas. Luchaba para levantarse de la cama y acudir en auxilio de su hijo, pero solo sufría en el intento. Intentó una vez más. Apretó sus dientes hasta agrietarlos por la fuerza. Sus venas se enmarcaron en su cuello y los tendones se estiraban quedando tensos. Sus ojos se ennegrecieron en una terrorífica imagen. Apretó puños, brazos, y piernas. Pero fue en vano. Cayó en un sueño profundo, y agonizó en él hasta morir.
Tom lo supo enseguida, su corazón se lo dijo al saltarse dos latidos. Sus ojos se tornaron vidriosos y una lagrima seca le cayó a la almohada. Ya no había por qué luchar, solo quedaba el dentro de la familia. Familia que simplemente se derrumbó el día del incendio de la iglesia. Que más había por hacer, pensó Tom. Estaba pálido y los labios se mancharon en un pavoroso color morado. Miraba el techo, estaba blanco. Así debe verse el cielo, dijo. Un resoplido le hizo dudar de si estaba solo allí. Podía tratarse solo de sus sentidos que estaban muriéndose. Pero fue tan real.