Estaba transitando el invierno más frío de mi vida y, quizá, hasta el más frío que el pueblo hubiese padecido jamás. Lo bueno era que ya no nevaba y las calles habían sido barridas para que los coches pudieran pasar.
Me encontraba sentada en un banco al costado de la ruta, esperando el autobús que me llevaría a la ciudad de Bismarck, como todos los días, de lunes a viernes, durante los últimos tres años. Vivía en un pueblo pequeño llamado White Oaks, ubicado en el Estado de Dakota del Norte, el cual apenas contaba con una escuela muy precaria, razón por la que mi madre decidió enviarme a estudiar a la ciudad cuando me gradué de la primaria.
Estar constantemente viajando no era algo que me molestara. La verdad era que odiaba mi pueblo y, quitando del medio el cansancio que me provocaba pasar dos horas diarias dentro de un autobús, me sentía feliz estudiando en Bismarck. Vera, mi mejor amiga, vivía allí. Teníamos la misma edad y tomábamos las mismas clases, más motivos por los que yo era de esas pocas personas a las que, de hecho, les encanta ir a la escuela.
Alguien se dejó caer pesadamente a mi lado a mitad de un exagerado bufido. No me hizo falta mirar para saber quién era.
—¿Puedes creerlo? —exclamó Bryan indignado, tirando su mochila al suelo—. Aún falta la mitad de enero y cuatro meses más para que terminen las clases. ¡Eso es casi cinco meses!
—¡Felicidades! Después de todo, sí sabes contar. Ya me estaba preguntando cómo habías llegado al décimo grado —le contestó Sarah sentándose a su lado.
Bryan y Sarah eran mis únicos amigos en el pueblo. Habíamos asistido juntos a la primaria y luego iniciado la secundaria en Bismarck. En ese momento no había nadie más de White Oaks que asistiera a la escuela en la ciudad, por lo que a duras penas nos relacionábamos con el resto del pueblo, y no teníamos trato alguno con nuestros ex compañeros.
—¿Estamos a mitad del año escolar y ya te quejas de esa manera? —reí—. ¿Qué harás cuando llegue abril?
—Suicidarme —contestó Bryan mirando fijo la ruta.
El autobús se detuvo tres metros frente a nosotros. Sarah y yo nos levantamos. Bryan juntó su mochila del suelo, bufando otra vez, y subimos al coche. Como siempre, había muy poca gente viajando a las siete de la mañana, así que nos acomodamos en nuestros asientos habituales, al fondo. Sarah y Bryan se sentaban en los dos últimos y yo adelante de ellos.
—Oí por ahí que habrá un chico nuevo en nuestra división —comentó Sarah abriendo el envoltorio de una barra de granola—. Irá a vivir al pueblo, pero estudiará en la ciudad.
—¿Cuándo comienza? —pregunté.
—El lunes —contestó Sarah dándole un mordisco a la granola—. Creo que ya se mudaron, pero no tendría sentido empezar las clases un viernes, ¿no?
—Supongo que no —respondí distraídamente.
—¿Y qué haremos esta noche? —inquirió Bryan cambiando de tema.
Sarah se encogió de hombros. Miré por la ventanilla: el cielo anunciaba posibilidad de nieve para la media tarde.
—¿Películas en mi casa? —propuse.
Sarah y Bryan intercambiaron una mirada cómplice. No cabían dudas de que mi casa era su lugar favorito en el pueblo, más si las noches incluían maratones de películas de terror y montones de comida chatarra, especialmente en invierno. Todos los fines de semana hacíamos algo juntos. Si el clima lo permitía, nos quedábamos en Bismarck y comíamos en alguna pizzería, íbamos al cine o algo así. Y cuando la lluvia o la nieve nos amenazaban, nos quedábamos a mirar películas en mi casa.
Como siempre llegábamos a la ciudad una hora antes de que las clases comenzaran, caminábamos tranquilamente las diez cuadras que nos separaban de la escuela y nos sentábamos en el parque que estaba enfrente a esperar a que llegara el resto de los estudiantes.
—Aquí viene la abeja reina... —murmuró Sarah malhumorada un rato después de sentarnos.
Alcé la cabeza ya sabiendo a quién iba a ver.
Vera se acercaba con su habitual andar agraciado, como si estuviera desfilando sobre una pasarela. De hecho, ese era su trabajo de medio tiempo. La llamaban para cada desfile que se organizaba en la ciudad y hasta había trabajado un par de veces en Nueva York con diseñadores bastante reconocidos. Medía metro setenta y cinco, tenía una brillante y rubia cabellera que le llegaba hasta la cintura, ojos color miel, una nariz que sobrepasaba los parámetros de lo perfecto y una sonrisa a la que no se le negaba nada ni nadie. Todo en su aspecto físico era perfecto. Muchas veces me preguntaba cómo habíamos acabado siendo amigas, dado que yo era prácticamente lo opuesto a ella, pero, en realidad, lo que nos unía eran los montones de cosas en común que teníamos, créase o no: gustos musicales, películas y pasatiempos. Yo había perdido a mi padre hacía cuatro años atrás, ella había perdido a su madre hacía ocho. Apenas nos hicimos amigas, tras mi llegada a la escuela, nos dedicamos a trazar planes para juntar a mi madre con su padre, con la idea de así ser hermanas, pero al final siempre terminábamos riéndonos de nuestras ocurrencias y de nuestra falta de éxito.
Ahora, había tan solo un problema respecto a Vera: se relacionaba con un grupo muy exclusivo de personas. Ella me consideraba su única y verdadera amiga, los demás eran apenas «Conocidos a los que a veces se les puede llamar amigos muy cuidadosamente y solo si conviene», citando sus propias palabras. Lo realmente malo era que se la pasaba repitiéndome que no entendía cómo podía ser amiga de esa pelirroja regordeta con rulos y pecas y de ese chico flacucho y encorvado de cabello negro revuelto al cual parecía haberle explotado una bomba en la cabeza. Esa era la principal razón por la que discutíamos. Sarah y Bryan eran grandes amigos míos y, a pesar de que mi conexión con Vera era única, no iba a abandonarlos por un capricho suyo.
Vera se detuvo frente a nosotros. Su sonrisa flaqueó por un instante cuando, de muy mala gana, saludó a Sarah y a Bryan. Luego me tomó de la mano y jaló de ella para llevarme hacia la escuela.
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Editado: 02.03.2023