Permanecí petrificada unos segundos más en el sitio exacto donde Vera me había abandonado, hasta que mi cerebro decidió conectarse de nuevo con mis piernas y comencé a caminar hacia mi casillero, ignorando los varios pares de ojos fijos en mí y los cuchicheos irritantes que me perseguían.
Me apresuré a tomar el libro para mi próxima clase y fui a través de los pasillos sin mirar a nadie a la cara, con los oídos silbando a causa de la velocidad con la que me movía. Cuando llegué al salón, no me extrañó para nada encontrarme con que Vera no estaba allí. Kevin me dirigió una sonrisa a la que no pude corresponder y fui hacia mi mesa a paso apurado.
Tan pronto como el profesor comenzó a hablar, las palabras de Vera empezaron a resonar dentro de mi cabeza, para mi desgracia y desesperación, tomando cada vez más sentido. Una parte de mí, quizá la más testaruda, se negaba a aceptar que existiera la posibilidad de que todo lo que Vera había dicho fuera verdad. No podía ser que las cosas se hubieran dado vuelta tan repentinamente; y que, después de todo lo que había tenido que vivir el último fin de semana, acabara de perder a mi mejor amiga. Sentí que me faltaba el aire y escondí el rostro tras las manos.
—¿Se encuentra bien, señorita Thompson? —La voz del profesor me hizo sobresaltar.
Descubrí mi rostro y me encontré con que no era solo él quien me observaba fijo: todos los pares de ojos de los presentes en el salón apuntaban hacia mí. Me sonrojé un poco y asentí enérgicamente mientras me enderezaba en la silla. El profesor no insistió y siguió con la clase, y tras unos largos e interminables segundos, todas las miradas ávidas y penetrantes volvieron a fijarse en él.
Todas, excepto la de Jesse. No despegué los ojos de la pizarra, pero percibí los suyos apuntándome como dos reflectores casi todo el tiempo. Parecía que todo había perdido color a mi alrededor, menos ese par de ojos verdes.
Durante el almuerzo, Regina y Karen hablaron de cualquier cosa evitando mencionar a Vera o mirarme demasiado. Supuse que ya todos sabían que aquello que habían presenciado no había sido una simple discusión. Había sido un cierre, probablemente permanente.
Jesse no dejó de observarme en silencio durante todas las clases. El ambiente se sentía tan cargado de tensión que ni siquiera Sarah y Bryan (quienes se destacaban por su valentía cuando se trataba de hablar de temas delicados) se atrevieron a decirme nada.
El viaje desde la escuela hasta la parada del autobús y desde la ciudad hasta el pueblo fue lento y tedioso. Oía a Sarah y a Bryan conversar en voz baja sobre el examen de Ciencias mientras observaba distraídamente los tristes paisajes bajo el cielo grisáceo a través de la ventanilla con Jesse a mi lado, su rostro inmutable y sus ojos fijos en el asiento de adelante.
Creí que estaría a salvo por el día cuando Sarah y Bryan doblaron en la esquina que les correspondía, pero al llegar el momento de separarme de Jesse tras una breve caminata silenciosa, él finalmente juntó coraje y se volvió hacia mí con una expresión demasiado seria que no combinaba con su rostro aniñado.
—Mel, ¿qué fue todo ese revuelo con Vera en la escuela? —me preguntó, mirándome directo a los ojos de una manera que hizo que mi estómago saltara nervioso—. Vamos, sabes que puedes contarme —agregó al ver que yo no respondía.
—No quiero hablar del asunto —murmuré escapando de sus ojos.
—¿Y qué vas a hacer? ¿Encerrarte a consumirte hasta que un día empieces a sentirte mejor y puedas hacer de cuenta que no ocurrió nada? ¿Igual que lo hiciste conmigo después del fin de semana del baile de San Valentín?
—Supongo que te debo una disculpa por eso —suspiré—. No sé exactamente qué me pasó esos días. No estaba siendo yo misma.
—Exacto —coincidió Jesse—. Tú no eres así. Si bien no soy quien mejor te conoce, sé que no eres esa cara larga que llevas puesta últimamente.
—No puedo estar siempre con una sonrisa pintada en los labios siendo la Señorita Positividad y animando a todo el mundo —repliqué alzando un poco la voz—. Yo también tengo problemas, y debo lidiar con ellos.
—Y yo quiero ayudarte a hacerlo. De la manera que sea, escuchándote o acompañándote... Como tú quieras, Mel.
Lo observé detenidamente y tuve que tragar saliva y respirar hondo para retener las lágrimas que querían hacer su gloriosa reaparición.
—¿Por qué estás haciendo esto? —le pregunté angustiada—. Después de cómo me comporté contigo, después de lo que te hice el sábado... No lo merezco.
—Sí lo mereces —contestó Jesse—. Tener una mala actitud cada tanto no te convierte en una mala persona. Sé de lo que hablo. Puedo ver lo que llevas adentro. Me lo mostraste cuando estuviste para mí incluso sin conocerme, cuando todos me miraban como el bicho raro recién llegado, tú me acompañaste y me apoyaste desde el primer momento. Nunca podré terminar de agradecértelo.
No supe qué decir. Mi cabeza no estaba funcionando correctamente y las palabras de Jesse me sumieron en un estado desconocido para mí, haciéndome experimentar algo extraño que me hacía sentir entre incómoda y halagada.
Jesse suspiró y se descolgó la mochila para revolver dentro de ella y extraer una lapicera y un pedazo de papel sobre el que garabateó algo. Cuando me lo extendió, lo tomé sin pensarlo.
—Es mi número de teléfono —explicó esbozando una media sonrisa—. Por si me necesitas, para lo que sea. Puedes llamar o escribirme, cualquier día, a cualquier hora. Y la verdad es que espero que lo hagas. Aún tenemos planes pendientes, no lo olvides. Y, por favor, Mel, déjame estar para ti como tú estuviste para mí. No me empujes lejos. No quiero perderte.
Mi respuesta escapó de entre mis labios antes de que yo pudiera decidir darla.
—No vas a perderme. Te lo prometo.
Jesse sonrió. Fue una sonrisa de verdad a la que, sin proponérmelo, correspondí mientras continuábamos mirándonos el uno al otro con las manos en los bolsillos de nuestros abrigos. Un escalofrío me recorrió la espalda cuando la brisa helada se coló por los límites de mi chaqueta.
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Editado: 02.03.2023