No hay sonido más irritante que el de los cubiertos mal colocados. Al menos, no cuando llevas tres horas seguidas arreglando mesas y tu jefe, alias “el ogro del norte”, parece tener una regla distinta para cada rincón del restaurante. Deluca huele a trufa, a vino caro y a pretensiones. Un lugar donde los camareros no solo tienen que saber pronunciar los vinos italianos, sino también fingir que no están sufriendo por dentro, y mostrando siempre simpatía.
Yo lo estoy. Pero sonrío, siempre.
—¿Yadira? —la voz de Irina me sobresalta. La hostess lleva el uniforme mejor entallado que he visto en mi vida y esa mirada que podría derretir hasta el acero. Mesa siete. Servicio completo. Son clientes especiales.
Me limpio las manos con rapidez, agarro la bandeja y camino entre las mesas con esa postura que he perfeccionado para parecer segura, aunque por dentro me tiemblen hasta las pestañas.
Mesa siete.
Ahí está. Carlo Diante. Traje impecable, camisa abierta justo lo suficiente para sugerir sin prometer, y unos ojos que no deberían estar observando los míos con tanta intensidad. Es el dueño de Deluca’s. Mi jefe. El que firma los cheques y rara vez pisa el restaurante.
—¿Algo que le pueda ofrecer, señor? —Mi voz suena más firme de lo que yo siento.
Una pequeña sonrisa. Apenas un gesto.
—Una copa de Nebbiolo. Y tu nombre. —La pausa entre ambas frases fue tan natural que me dieron ganas de huir por la cocina.
—El vino se lo traigo enseguida. Lo otro… no está en el menú. —Sonrío como si fuera una broma. Como si él no me tuviera contra la pared con solo mirarme.
Me doy media vuelta, con el corazón acelerado, y mientras camino hacia la barra, algo dentro de mí vuelve al pasado. Un recuerdo. Una visión de otra vida, antes del Deluca’s, antes del vértigo que me ha traído Carlo Diante.
Tenía diecisiete años la primera vez que serví comida en una fiesta ajena. No era camarera, ni tenía permiso para estar allí. Mi madre limpiaba casas, y aquella noche me llevó con ella porque no podía pagarle a nadie para que me cuidara. Yo solo quería mirar, aprender inglés, ver cómo vivían los ricos.
Recuerdo estar escondida detrás de una cortina de terciopelo cuando vi a un hombre gritarle a su esposa por servir mal el vino. No la golpeó, pero algo que vi me heló la sangre.
—Nunca seas invisible —me dijo mamá esa noche, cuando volvimos caminando a casa. Pero tampoco seas tan visible que te quieran poder dañar.
Vuelvo al presente justo cuando Irina me lanza una mirada asesina desde la barra. Le entrego el pedido. Al fondo, Carlo sigue observando. No a la sala. A mí.
—¿Todo bien con el jefe? —me pregunta Irina mientras llena la copa. Porque se nota que hay tensión.
—Es la segunda vez que lo veo en persona —respondo sin pensar; luego me corrijo. Al menos tan de cerca.
Ella alza una ceja, pero no dice nada. Vuelvo a la mesa.
—Aquí tiene, señor. Nebbiolo del 2016. —Deposito la copa con elegancia.
—Gracias, Yadira. —Mi nombre en su voz suena distinto.
Cuando tenía doce años, solíamos dormir en la biblioteca pública. Era cálida, silenciosa, y nadie preguntaba nada si no hacías ruido. Yo me leía los libros de viajes en voz baja y soñaba con Italia, con ruinas antiguas, con lugares donde nadie supiera mi nombre.
Una noche, un policía nos encontró y quiso echarnos. Pero otro agente, un tipo gordo y amable, lo detuvo. Nos dio pan. Nos dejó quedarnos una hora más.
—Aprende idiomas —me dijo al marcharse—. Saber hablar es como tener llaves en el bolsillo. Te abre puertas.
—¿Tú hablas italiano? —me pregunta Carlo mientras saborea el vino.
Le confirmo, con cautela.
—Alemán, inglés, algo de francés. Y español, claro.
Sus cejas se arquean.
—Una chica interesante.
—Una chica que sirve vino.
Él deja la copa y me mira más serio.
—Yadira, no estoy aquí por casualidad. Deluca’s es mío. —Hace una pausa. Pero vine hoy porque quiero observarte de cerca.
Me falta el aire. ¿Qué?
Él es el dueño. Lo sabía. Pero algo en su tono, en su forma de estar ahí, sugiere que hay más. Que me ha estado mirando desde antes. ¿Por qué yo? ¿Por qué ahora?
Y sin embargo, parte de mí no quiere correr. Parte de mí está… intrigada.
Cuando era niña, soñaba con ser actriz. No por la fama. Por la posibilidad de vivir otras vidas, aunque fueran mentira. Me gustaba perderme en los personajes, imaginarme fuerte, rica, amada.
Ahora, en Deluca’s, siento que estoy interpretando un papel. Pero esta vez, no hay guion. Solo miradas, secretos y un peligro que empieza a olerse en el ambiente.
Y Carlo Diante… es el protagonista que no pedí.
Pero tal vez el único que puede cambiar el final de mi historia.