Había llegado la semana en la que Zenda entraría a la Academia.
La chica de cabello cobrizo había encontrado los placeres de la comida chatarra así como de la carne. Se deleitaba con alguna diferente cada tres días y se convertía en rutina.
Estábamos acurrucados en el sillón viendo una película de ciencia ficción.
El shampoo que el cabello de Zenda despedía era igual que el mío, sin embargo, había comenzado a pensar que el olor parecía incrementarse en ella.
Ya no olía como antes, con tal olor tan misterioso.
Zenda había avanzado mucho con su apariencia humana, cada vez más parecía ser una simple mortal en vez de una divinidad. Su cabello ya no estaba completamente liso, sino que ahora formaba pequeñas ondas en las puntas.
En una semana habían pasado muchas cosas, así como el hecho muy posible de haberme emamorado de ella.
Era muy apresurado hacer tal interpretación de mis sentimientos, pero eran las palabras más correctas para describirlos.
Eran las palabras que había dicho el primer día que fuimos a comer una hamburguesa lo que me había hecho pensar tanto estos últimos días. El poder que tenía el sonido que salía de su boca en mi corazón era tanto que incluso me había quedado despierto toda la noche para observar su rostro en completa calma con la luz de la luna bañándolo.
Me perdí en su rostro tan pálido o tal vez ya no tanto desde que se quedaba tomando el sol como si de una planta se tratase.
Era hermosa...
– Te estás perdiendo la película, Dagon. – habló sin siquiera despegar la vista de la pantalla.
– Lo siento. – retiré mi mirada avergonzado.
Después de todo, al hacer cosas de humanos, Zenda lo hacía bastante bien y se lo tomaba muy en serio.
– ¿Es que acaso ya has sucumbido ante mis encantos? – sonrió ella cínicamente y nuestras miradas se cruzaron.
– Dame tiempo. – gruñí exasperado pero divertido a la vez.
– Sí... Acerca de eso. – suspiró y se enderezó en el sillón tomando una postura perfecta. – Creo que olvidé decirte algo acerca de la situación...
– ¿Qué cosa? – pregunté con una expresión relajada.
– Bueno...
El golpeteo de la puerta y unas voces amortiguadas interrumpieron a una muy nerviosa chica de ojos únicos.
Nos miramos y después me levanté para ir a abrir la puerta.
Noté a Zenda volver su vista al televisor.
– ¡Dagon! – la voz de Diana inundó el establecimiento. – ¿Cuántas veces tengo que llamar a la puerta para que me abras? – reclamó con una copia de mis llaves en su mano.
– Pero tienes llaves. – señalé con el ceño fruncido.
– Imagina que haya interrumpido una cosa entre tú y Zenda. – sugirió con una sonrisa maliciosa.
– Hola. – saludó Sharon detrás de mi profesora.
– Hola. – saludé de vuelta amablemente.
– ¡Zenda, cariño! – escuché a Diana desde el lado de la sala y un saludo de vuelta de la susodicha.
– Pasa. – ofrecí a Sharon quien aún aguardaba en el recibidor.
Diana había planeado algunas cosas para los cuatro, sin embargo, tanto Sharon como yo nos sentíamos incómodos ante sus ideas.
Yo quería intimidad en mi relación construyéndose con Zenda y Sharon parecía pensar lo mismo.
– ¿Nos vamos? – Diana se paró con mucho entusiasmo.
– En realidad, quería dejar que Zenda descansara un poco antes de entrar mañana. – dije insistiendo con la mirada de que parara.
– Oh... – Diana observó a la chica y ésta sonrió con pena. – No importa, ya será otro día, ¿cierto? – ambos asentimos con la cabeza.
– Entonces... – me dirigía a la puerta hasta que mi maestra me paró.
– ¿Puedo tener un momento con ella a solas? – tocó el cabello de la chica y Sharon asintió con la cabeza.
Salimos de la sala hacia la cocina y Sharon se comportó con total normalidad.
Después de un largo rato, Diana asomó la cabeza por la cocina y le dijo algo a Sharon para que la siguiera; un rato después escuché la puerta cerrarse.
Me dirigí a la sala y observé a Zenda completamente erguida en el sillón, como si este no tuviera respaldo, su espalda no tocaba la cómoda tela.
– Se fueron sin despedirse... – señalé detrás de mí y ella a duras penas me miró de soslayo. – ¿Todo bien? ¿Qué era eso que me querías contar? – me senté a su lado y ella me sonrió con pesadumbre.
– No tiene importancia. – dijo y se dejó caer en el sillón. – ¿Podemos hacer algo esta noche? – preguntó sin dejar de jugar con sus manos.
– ¿Algo como qué? – me senté a su lado con mucha intriga.
– No lo sé... Salir por ahí... – observó mis ojos sin girar su cabeza. – Dar un paseo...