Prólogo:
Me llamo Jonathan Henry Derby, y estoy aquí para contarles una historia extraordinaria, la cual comienza exactamente el 29 de agosto de 1914, en una zona ubicada al este de Groenlandia.
Habíamos salido a una expedición de unos doce hombres, éramos yo, mi padre, el arqueólogo Henry Aleister Derby; su colega y amigo, el profesor Geoffrey Somerset; unos seis hombres contratados en Massachusetts como mano de obra, dos esquimales, que eran nuestros guías; y finalmente el profesor GottfriedAlfredson, un académico de la Universidad de Estocolmo que nos estaba acompañando en la expedición.
Pasamos varios días andando por una enorme zona boscosa, habíamos caminado durante horas y horas a lo largo de la frondosa masa de árboles, por las cuáles pudimos habernos perdido de no haber sido por las indicaciones que nos brindaban los guías esquimales. Habíamos salido a primeras horas de la mañana, la última vez que había revisado la hora marcaban las once de la mañana, y de eso había pasado una hora, eso significaba que eran las doce de la mañana. Sin embargo el cielo se afanaba en tener un tono gris a causa de las nubes que se alzaban en el cielo sobre nosotros, haciendo que una luz débil y triste cayese sobre nosotros y sobre la tierra que nos rodeaba.
Finalmente salimos de la masa de árboles y llegamos a un pequeño valle que se encontraba a los pies de un pequeño risco, el cual se alzaba sobre una cuenca abierta en mitad de la pared de piedra, era la entrada de una cueva, una cueva que para los esquimales era sagrada, ellos creían que habían espíritus ahí dentro y que no solían recibir a las visitas porque, según ellos, los espíritus estaban dormidos.
Había sido un reto convencer a los esquimales para que nos llevaran hasta allá. Uno de los esquimales era un hombre viejo y callado, vestido con un traje de piel de caribú y con el cuello y las muñecas repletos de talismanes hechos de huesos, dientes y plumas, obviamente era un chamán. El otro era una persona mas joven, tenía por lo menos mi misma edad (en ese tiempo tenía unos veintitrés años), llevaba ropas ligeras y parecía conocer de cerca al anciano, de hecho me aventuro a pensar que eran parientes, tal vez era su abuelo, tal vez su padre o algo así.
Cómo sea, era el chico quién sabía hablar algo de inglés, ya que había trabajado como guía para varios mineros norteamericanos, lo que hizo que mi padre pudiese hablar con él y le expusiese sus intenciones, nos habíamos reunido con ellos en el iglú que compartía la pareja de esquimales, nos encontrábamos frente a ellos dialogando, pero cada vez que decíamos algo o le exponíamos algo al chico, éste se acercaba al chamán y le susurraba algo al oído, nos repetían una y otra vez que en esa cueva habitaban los espíritus que se habían retirado a dormir y que no se debía molestar su sueño, también contaron de personas mucho anteriores a ellos que entraron a la cueva y que jamás volvieron a salir de ella, en ese momento creímos que solo eran historias destinadas a asustarnos.
Mi padre les insistió que era absolutamente necesario que entrásemos y que cualquier cosa que hiciéramos nos conllevaría solo a nosotros, el anciano, al darse cuenta de nuestras intenciones, decidieron guiarnos hasta allá y nos iban a dejar entrar a la cueva, pero solo bajo nuestra cuenta y riesgo, y aún con todo nos aseguraron que no iban a entrar en la cueva por mucho que les insistiésemos.
Y así cumplimos, cuando llegamos a la entrada de la cueva, los guías esquimales nos desearon suerte y nos dijeron que esperarían en la entrada por si regresábamos. Tras eso los demás nos adentramos en la cueva, dejando atrás a nuestros guías.
-¡Estos primitivos! – comentó por lo bajo el profesor Somerset - ¿esperan que nos creamos que unos espíritus que no podemos ver y sentir nos pueden hacer daño? ¿Qué se creen?
-Pero doctor ¿Qué tal si están en lo cierto? – preguntó uno de los obreros, era un canadiense.
-¿¡En qué diablos van a estar en lo cierto!? – Exclamó indignado el profesor – solo los insensatos se toman en serio las locuras de gente que viven sus vidas viendo las estrellas ¿esperas que yo me crea esas idioteces sobre la presencia del alma? ¿Quieren que crea que cada cosa que se mueva sea porque tiene un alma? Si es así ¡Muéstrenme el alma de una locomotora o de un barco y les creeré!
El profesor Somerset es un buen hombre, pero que tiene la mala maña de ser absolutamente indiscreto con sus ideas, por lo que era común entrar en discusión con él, muchos quisieron llegar a los puños, aunque nunca se ha dado la ocasión. Muchos de los obreros lo miraron con desdén, incluso algunos cerraron los puños, pero fue el profesor Alfredson quien rompió el silencio que imperó luego de la exclamación del profesor Somerset.