INTRODUCCION
Nací en el campo salvaje a finales del mes de Junio cuando empezaban las cosechas de los maizales secos, trigales y campos de arvejas listos para ser llevados a las parvas. Cuando apenas gateaba por los pedregosos caminos llegó el invierno con sus truenos rayos y relámpagos que alimentaron mis primeros años de vida y también los campos sedientos de agua lluviosa. Empezaron las siembras en las campiñas usando la fuerza humana para cultivar la tierra, que era la única fortuna de mi padre y mis hermanos; hombres y mujeres… juntos sin distinción de edad ni sexo. Mi madre nos preparaba el almuerzo que comíamos sentados en la tierra en contacto con la naturaleza sin mesas ni sillas de las grandes ciudades, pasó el invierno y llegó la primavera y otra vez el verano… y, fui creciendo para ser más adelante también la mano de obra que hacía falta sembrando los alimentos y también cuidar el ganado.
Aprendí de las abejas en sus colmenas, que se puede abandonar la familia para salir a explorar el mundo buscando entre las flores bajo la lluvia la miel y el polen que depositarán después en los panales y será útil para la colmena. En la mañana al despertar me acompañaba el canto del río turbulento que deje cantando en la noche nublada en el mes de marzo, mes de las crecidas grandes por la abundancia de lluvias que riegan los campos donde crecen los maizales, las arvejas y los trigales. Las hormigas me enseñaron que a veces la vida puede ser un tanto difícil si no buscas el camino adecuado, los veía sufrir con sus cargas a cuestas intentando cruzar alguna pequeña correntada en los caminos después de la lluvia usando su inteligencia rudimentaria trepando sobre sus cargas para cruzar a la otra orilla, las más pequeñas salían en la primavera y se reunían en grupos innumerables para cargar algún pesado gusano que era su alimento; de ellas aprendí que la unión hace la fuerza y daba resultado trabajar en equipo considerando al trabajo como fuente de vida.
Noté la diferencia existente entre animales domesticados: las borregas caminaban siempre juntas con la cabeza gacha sin mirar el horizonte arreadas por su pastor, o asustadas por algún perro; los pollinos o burros servían solo para la carga aceptando con humildad lo que el dueño decidiera poner sobre sus lomos resignándose a recibir golpe de palos como estímulo para seguir adelante; las reses de naturaleza robusta formada por toros y vacas, crecían libremente en los terrenos de pastoreo. Por la mañana mi madre ordeñaba las vacas obteniendo la leche para el desayuno y yo, sostenía el becerro evitando interrumpiera el proceso; los toros crecían retozando los campos hasta que les llegara el momento de ser uncidos al yugo para arar las tierras realizándolo con mucha fuerza y coraje. Así entendí que la fuerza era privilegio de las bestias robustas domesticadas por el hombre para su beneficio, las gallinas hacían demasiada bulla cuando querían poner un huevo y se asustaban cuando veían venir el águila que desde las alturas sabía muy bien seleccionar la presa; me hizo entender que para divisar el panorama uno siempre tiene que estar arriba. Los conejos escarbaban túneles para escaparse al monte donde mi hermano los cazaba a balazos por fugitivos, los cuyes se multiplicaban sin control ni respeto entre padres e hijos, pero eran solo animales menores que estaban disponibles para el alimento del hombre. Crecí corriendo por entre culebras y arañas salvajes tumbando la hierba en los meses de abril y mayo pastoreando en el campo: reses, borregas y pavos. Entendí que no habían muchas fiestas, la principal se celebraba en el pueblo arriba en la colina, “El nacimiento” era celebrado con pastoras y gallos, después me enteré lo llamaban navidad en las ciudades costeras; en el valle solían celebrarse los carnavales en tiempo de los deshierbes y la fiesta del valle a fines de mayo en donde la gente bailaba y tomaba licor hasta embriagarse.
Me divertía la parodia celebrada por la gente llamada “El Palo Ensebado” y consistía en disfrazar de monos a voluntarios jóvenes que les encantaba la convocatoria, los metían en un costal de lino amarados por la cintura con un trozo de cuerda torcida, de los extremos superiores del costal le hacían sus orejas y señoras expertas les bordaban dos orificios con hilo rojo que pasaban a ser sus ojos y, estaba vestido el mono hasta con cola. Los hombres mayores alistaban un palo muy grande recién cortado por lo general un eucalipto de regular grosor como para poder cargarlo hasta el campo de juego, lo plantaban en un hoyo preparado con antelación no sin antes untarlo con sebo de carnero o grasa de cerdo hasta el extremo de un triángulo, que ponían a unos seis u ocho metros del suelo cargado de regalos: caramelos, pañuelos, dinero en billetes, frutas de las distintas variedades y hasta un balde de plástico con agua y globos con tintes de colores que le servían al que llegaba arriba después de abrirse paso a través de los otros monos en plena danza, al compás de un conjunto formado por traveseras tamboras y bombos que solían armar la fiesta del palo encebado; entre monos se interrumpían el paso jaloneándose a cada momento como para no dejar subir a ninguno, como si no fuera suficiente ya lo engrasado del palo plantado y que lograba trepar el más empecinado hasta llegar arriba, en tanto los otros monos lo sacudían tratando de derribarlo. Entonces él que estaba arriba se defendía usando como armas de guerra contra los de abajo los globos de colores depositados en el balde de plástico, manchando sus espaldas o por donde les cayera a los otros impertinentes que pedían su recompensa a cambio de dejarlo tranquilo exigiendo compartiera su premio.