La ciudad muerta

La ciudad muerta

El hombre despertó empapado de sudor, como es habitual desde hace un par de días. Las bombillas seguían apagadas, como el resto de los artilugios de su hogar. La fetidez reinaba con mayor vehemencia con cada día de transcurría, tal vez era un familiar suyo, o la carne de otros animales en descomposición. Torpemente se levantó del suelo, hacía días que el duro suelo era su cama. No recordaba que había hecho con ella, ni en donde se encontraba su pequeña hija. Desde el día dos su memoria comenzó a fallarle. Observó la estancia con aquella mirada perdida, melancólica, desdichada, en la búsqueda ansiosa de alguna respuesta, pero lo único que había en su alcoba era suciedad y aquel dolor penetrante en su torso. Su estómago seguía rugiendo, como anoche. Ávido dirigió sus pasos a la cocina, donde aquella fetidez penetraba en sus huesos.

Nada, esto le sorprendió. Pero, ¿por qué? No había un trozo de pan en sus alacenas desde días remotos, incluso antes de que las bombillas y artilugios dejarán de funcionar. ¿Saldría hoy de su hogar? Probablemente, su estómago rugía como una fiera por un poco de alimento. Y aquel repugnante olor le hacía querer acabar con su vida de una buena vez, pero ¿Y su hija? No recuerda su paradero. Imágenes confusas vienen a su mente, la recordaba, pero no en su hogar, sino en aquella infernal avenida que en épocas anteriores era conocida como la avenida Rómulo Gallegos. Donde bestias semejantes a humanos intentaron darles caza. Eran humanos, o nacieron siendo humanos, pero el hambre había desvanecido de ellos cualquier rastro de haber poseído capacidades intelectuales. Incluso aún, de humanidad. Uno de los pocos vestigios que aún poseían era coexistir en grupos pocos numerosos de salvajes humanos, verdaderamente eso eran, viles salvajes. Su búsqueda infructuosa de víveres en la cocina lo enloqueció, no le quedaba mucho, posiblemente un par de horas más. Y, trágicamente, lo poco que rememoraba de su educación lo hacían consciente de ello.

Con pasos trémulos salió de aquella estancia y transitó el pasillo que daba al exterior de su hogar, que ahora estaba bloqueado por numerosos muebles. Sus pasos resonaban como disparos por aquel estrecho pasillo. Aquellas paredes blancas estaban ornamentadas de cientos de fotografías, fotografías de él acompañado de una niña y una mujer. Su mente no evoca nada de aquella mujer, pero aquella sonrisa de la niña, traía a él épocas felices, antaño a Los Gobernantes. Cayó de bruces un par de ocasiones, hasta que, con el ápice de sus fuerzas alcanzó la puerta de madera que da al exterior. Frente a aquel inmenso montículo de muebles tuvo lucidez que agotará el resto de su energía. Impetuoso, fue removiendo uno a uno aquellos objetos que bloquean su salida, decidido a ver por última vez su ciudad. Por obra de los dioses, logró remover todos aquellos muebles, llevo su mano derecha, huesuda en su totalidad, a su pecho. No le quedaba mucho tiempo. Posó su mano izquierda en el picaporte, lo giró y abrió lentamente la puerta de madera, abollada desde afuera por los numerosos intentos de destrozarla por parte de los salvajes. Los rayos de sol iluminaban su rostro demacrado y barbudo. Tomó grandes bocanadas de aire pestilente, pero quizás sería la última vez que lo hacía. El cielo es, como siempre lo ha sido, azul, adornado por unas pocas nubes. El sol sobre su piel ardía, como si fuera la primera vez que su piel era iluminada por los rayos solares. Observó a su alrededor, con aquella cautela propia de los animales que presienten que su depredador está cerca. Muerto, todo lo está, un grupo de salvajes yace desplomados en el pavimento, posiblemente los que intentaron entrar a su casa anoche. Los automóviles siguen inertes, algunas de sus piezas son usadas como armas, todo sigue muerto.

Su ciudad, como cualquiera en el mundo poseía vida, pero con la llegada de Los Gobernantes eso cambió. Los recuerdos de su hija le invadían, necesitaba encontrarla, ¿dónde está? Lo último que evoca su atrofiado cerebro es la avenida Rómulo Gallegos, cuando aquellos seres parecidos a humanos casi lo aprehenden junto con su hija. Su corazón desea verla, como un niño que insiste por una golosina. Bajó con parsimonia los escalones, aún con su mano huesuda en el pecho. Todo sigue muerto, y seguirá así hasta el final de los tiempos, o hasta que los dioses se apiadaran de los vivos y volvieran nuevamente. Con cada paso que daba se abría ante él un vasto océano de cadáveres pestilentes, de criaturas conocidas y algunas que no recordaba. “La nueva ornamenta de la ciudad” Pensó lúgubremente el hombre huesudo. Su olfato, acostumbrado ya a la pestilencia de aquellos restos y a los desperdicios dispersos por lo largo y ancho de las calles de su ciudad. Era, de una manera tragicómica, como oler flores cuyo tiempo en la tierra había acabado. La avenida Rómulo Gallegos se encontraba aproximadamente a un kilómetro, tal vez no llegaría, le quedaba poco, pero ese era el último lugar donde vio a su hija y emprendió su caminata. Rememoraba días mejores, cuando los humanos aún poseían aquello que ellos llamaban humanidad, y miedo a los dioses.

A unos pasos de aquella estigia avenida el murmullo de una contienda llegó a sus oídos, aquel murmullo procedía del callejón del antiguo teatro Boulevard. Clausurado hacía ya un par de años, cuando, en medio del espectáculo un actor disparó a su audiencia. Apresuró sus pasos hasta el origen de la ya audible riña. Pusilánime, asomó lentamente su cabeza para observar sin alertar a los luchadores de su presencia. Sus ojos, un poco cansados, tardaron unos instantes en divisar aquello que se movía antes ellos. Dos hombres osudos, con la cabellera mermada, uñas extensas y aguzadas disputaban entre ellos una pierna fétida y agusanada de un desdichado que se había cruzado en su camino. Pese a tener un ápice de carne —y una copiosidad sobrenatural de gusanos, que caían al suelo a la par que entraban en ella— los hombres se asestaban puñetazos horridos, capaces de dejar sin dificultad alguna a un hombre inconsciente en el suelo, sin embargo, su contienda seguía y parecía no tener fin, hasta que uno de ellos le asestó un golpe en el rostro a su contrincante, haciéndole retroceder violentamente a una saliente. Un tenue crujido, que se convirtió rápidamente en uno ensordecedor, por el silencio imperante en la ciudad. Aturdido por aquel crujido, y aquella sensación de un tenue pitido en su oído, le hizo retroceder unos pasos. El hombre disparado a la saliente cayó violentamente a su lecho de muerte, el asfalto contra su cuerpo casi desnudo parecían unirse en una armonía fugaz mientras su cuerpo aún conservaba rastros del fuego de la vida, el combatiente como la ciudad, ha muerto. El victorioso combatiente tomó su recompensa y la devoró atrozmente, mientras que aquellos blancuzcos gusanos empezaban a abrirse paso entre sus mejillas casi inexistentes. Despavorido huyo de aquel callejón. No le queda mucho tiempo, posiblemente un par de horas más.



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En el texto hay: soledad, muerte, muerte y pérdida

Editado: 24.04.2019

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