Existen diversas ideas que uno como artista tiene que aprender a evitar usar en sus letras a como dé lugar: los pensamientos violentos hacia la gente buena, los pensamientos pasivos hacia las injusticias, el morbo, el machismo, las chiquilinadas que puedan jorobar al otro, el moralismo extremo que nos pare en postura de jueces que condenan en lugar de la de un amigo que ayuda, y demás, pero de todas ellas la depresión es la peor y la menos evitada por el arte modero.
Y quizás en este «Siglo veintiuno, cambalache, problemático y febril» a alguien le extrañe mi opinión al respecto, pero no es un asunto que se deba menospreciar. La depresión es la madre de todo corazón malevo: está metida tras el padre ausente, tras la familia violenta, se esconde con maestría en un corazón roto, le da la mano a la mina que te cornea y se acuesta con ella cada noche desde que te enterás de la infidelidad hasta que aprendés que esa herida siempre va a estar ahí, plagando su recuerdo, que sos vos el que no la tiene que pensar más.
Le hacen eco las drogas y el alcohol, el curriculum vacío a la hora de buscar el buen mango, y también las universidades llenas de sueños rotos. Seduce como la mignon para separar familias, para quitarte las ganas de disfrutar de lo que ya tenés y convencerte que no te lo merecés, o que en el peor de los casos es sólo una ilusión pasajera.
La rutina deshumanizante, el trabajo mal pago, la infravaloración, el artista que lucra con la tristeza ajena; todos son padres teniendo morbosas relaciones con sus propias depresiones, y ¡ay de sus hijos!, pobres de ellos.
La depresión mata más que cualquier plaga: cada cinco minutos se suicida un joven porque la depresión le gana. Siempre lleva los guantes puestos, nunca se cansa. Y el artista que la propaga si no es un monstruo, mucho no se le aleja.
Yo también le daba propaganda, pero acá estoy, sufriéndola y queriendo salir; yo también tuve la familia desarmada, el trabajo no deseado, un trampolín de drogas y enfermedades y, ¿por qué no?, el corazón roto.
El sonido de un susurro me despierta, y al marcharse el sueño se la lleva consigo. Poco a poco los recuerdos me invaden: me acuerdo que ayer triunfamos en Estados Unidos y la gente que nos quería se vino desde Buenos Aires a escucharnos sonar. René y Fabián tenían una cara de ilusión... Pobres, la alegría fue tan fuerte que dé a rato se les complicaban algunas cadencias.
¡Eso es lo que tenemos que transmitir!, alegrías tan fuertes que te hagan perder la noción de todo lo otro, deseos de algo tan bueno que la justicia nazca sola.
Pero yo acá, tirado en una cama que ni me suena... mucho no puedo hacer. Hay que hacerle frente primero para después poder curar al otro de la misma historia.
Hoy, en la cima de mi carrera y sin suelo, me toca cantar como cantó El Indio al preguntarle al viento: «¿Puede alguien decirme ‹me voy a comer tu dolor›? Y repetirme ‹Te voy a salvar esta noche›, aunque el infierno esté encantador».
La voz que me susurraba ahora ahoga una risa tapándose los labios con una mano. Entreabro los ojos para descubrir a Domingo al pie de mi cama, forzándose a reprimir la carcajada mientras me señala con un dedo algo que reposa a mi lado. Remuevo con delicadeza la sábana que cubre su rostro, sintiendo la vigilia llegar con más fuerza y descubro para mi sorpresa a una figura humana que descansa junto a la mía. Por su larga cabellera avellanada yo diría que es una mujer, o quizás un metalero, como pasó en la gira por el sur... Por todos los cielos, espero que sea una mujer.
Me incorporo lentamente tratando de no despertarla y freno al notar que por debajo de las sábanas una de sus piernas me aplasta. Toscamente improviso un idioma de señas para comunicarle al moreno lo que estaba ocurriendo ante sus ojos, y éste alzó sus manos abiertas encogiéndose de hombros como limpiando cualquier cargo que le pudiera atribuir sobre la situación que estaba aconteciendo. Quise recordar qué había pasado, cómo habíamos llegado a esta postura, pero su respiración se agitó, indicándome que la posible dueña de las respuestas se estaba despertando.
Giró su rostro, y aunque la idea de entablar una conversación en estas extrañas circunstancias no me hacía gracia, algo en los gestos de mi amigo hizo que mis deseos de huir despavorido se amedrentaran, y eso se acrecentó aún más cuando pude apreciar mejor las facciones de la desconocida: era joven, bonita y por sus ojeras diría que lo que haya pasado en ese colchón lejos estaría de ser motivo para orgullecerme.
Cuando sus ojos cafés se abrieron, la muchacha se estremeció alejándose de mí tanto como la longitud del colchón se lo permitía. Creo que gritó, no podría saberlo con certeza porque mi chillido fue más fuerte.
—¿Quién es él? ¿Qué hace aquí? —cuestionó con dificultad. Yo seguía sin acordarme ni en qué año estaba, y como Domingo se estaba lavando las manos me dispuse a improvisar con la primer boludez que se me vino a la mente.
—Perdón, sé que ya tendría que haberme ido, no me podía despabilar, pero quiero que sepas que estuviste grandiosa anoche... de verdad —mentí repitiendo la frase que había dicho tantas veces al despertarme en la cama de alguna de mis fans a fin de levantar su moral. Por sus ojeras yo esperé que el elogio no fuera inoportuno, pero su rostro de confusión e ira demostró claramente que me estaba equivocando. Nuestro espectador no lo pudo soportar más y explotó en una carcajada estridente.