—¡Sol! —grito desaforadamente una vez más, pero la muy sotreta me larga parao.
Observo a la muchacha cuyo vestido acabo de empapar y ella da resistencia a su propia apatía disfrazándola tras una sonrisa cuya falsedad se adivinaría a mil lunas. Poco me importa; ¡que se joda!, yo tenía asuntos más importantes que tratar.
Me disculpo apresuradamente postergando nuestros pendientes para luego, y salgo disparado tras la colombiana atrevida que acababa de revelar información importante de mi vida sentimental frente a una reportera hambrienta de fastidiarme la existencia. Han habido famosos que echaron a miembros de su personal por mucho menos, pero ese no era yo. Una sola cosa inundaba mis pensamientos, era una respuesta: «sí, me gustó tu beso».
Corro escaleras arriba y ella, insensible, a la defensiva cual gato enojao, cierra su puerta frente a mis narices. Casi me estampa la ñata, ¡debería estar canturreándole sus verdades por la grosería!, pero sigo con el mismo y único pensamiento rodeándome el melón: «por supuesto que me encantó nuestro beso. Dame una oportunidad de hablarte por lo menos, que tengo tantas cosas que decir»...
Me freno frente a la puerta cerrada con la duda reemplazando la sangre en mis venas. ¿Qué hago; golpeteo, grito, rasguño?, yo te ruego si hace falta. Pero estoy exagerando, che, mejor me calmo. Aunque es cierto que quiero, anhelo, añoro esa respuesta, esa reciprocidad que tanto vengo esperando.
Porque Sol lleva más tiempo dando vueltas en mi cabeza que un vestido mojado.
Porque Sol lleva más tiempo dando vueltas en mi cabeza que un reportaje obligado.
Porque Sol lleva más tiempo dando vueltas en mi cabeza que un baile exótico, que una fiesta borracha, que una canción.
Y a mí de verdad me encantó ese beso apasionado.
—¿Me abrís?
Demasiado simple para obtener la respuesta que andaba necesitando. Ya me veía venir mil respuestas inapetentes de esas capaces de bajarme la euforia hasta el subsuelo: que no, que andate con tu amiguita, que qué se yo. Má sí, decime lo que quieras, pero a mi insistencia no la vence ninguna helada.
La hendidura entre la puerta y el marco aumenta su longitud dejando ver detrás un resplandor tenue; ¡un brillo! Qué apropiado simbolismo. Mi corazón late a mayor velocidad al tiempo que su rostro soslaya el fulgor que acabo de apreciar, dejando ver en ella una mirada entre molesta y divertida. Y yo me quedo mudo.
—¿Qué quieres, Tahiel?
Su voz se escucha calmada: un cielo azul cubriendo el mar bravo de nuestros desencuentros.
—Yo...
Pero no me salen las palabras. Miro al suelo, jamás me había anonadado así por una mujer.
—¿Te comieron la lengua los ratones? —cuestiona altanera.
—¿Te considerás un ratón?
Ríe. Mira detrás de mí como buscando a alguien, pero no lo encuentra. No «la» encuentra. Bien sé que la reportera le había movilizado algo adentro como para actuar tan alocada. Quién hubiera pensado que esa médica con tan buenas referencias podía poner su mirada en un simple cantante de moda.
Y sí; aunque muchos crean adecuado llenarme la cabeza con esa idea de grandeza que acarrea la fama, yo bien sé que esa boludes es una sensación efímera. Tarde o temprano la rueda gira y los que están arriba vuelven al lugar de donde vinieron besando el suelo. Mi fama, aunque quieran pintarla de éxito, es sólo un salto, algo transitorio. Pronto la fuerza de la gravedad me va a llevar de nuevo al piso, al mate con mis viejos, a los paseos con mi perro, a mirar con anhelo los lujos que hoy tengo. Yo no quiero subirme a esa rueda porque Caminito me espera en Buenos Aires, dispuesto siempre a recordarme que no soy esto.
Abro los brazos para mostrarle que no tengo nada que ocultar y ella, haciéndose a un lado, me deja pasar. Su habitación no lleva decoro alguno; es un caos, para ser sincero. Se nota que aún no tuvo tiempo de acomodarse como es debido.
Me siento, la miro hacer lo mismo y comienzo a sentir que las palabras me faltan de nuevo. ¿Por dónde empiezo? Ella parece calmada... Quizás esto no le importe tanto como a mí. Quizá me tome como un juego.
—Lo que me preguntaste —empiezo de golpe, como caballo atolondrado corriendo con la melena a favor del viento—, eso sobre nuestro beso...
—¡Ah! Es sobre eso. Ay, ya déjalo —Me corta a media frase—. Hagamos como que no pasó nada, ¿quieres?
—No, no quiero. —Me mira sorprendida perdiendo la sonrisa de golpe—. Yo deseaba que pasara algo, pero no quería forzarlo. Vos también querías, no digas que fue sólo el alcohol, no te creo.
—Yo nunca dije eso, que por mis actos respondo —Suelta seria, aunque enseguida el gesto se le afloja volviendo a esa expresión cansina de quien quiere salir del paso—, pero ajá, ya que lo mencionas, tal vez sí fuera el alcohol.
—Y yo soy un tatú carreta.
—¿Un qué?
—No importa. Vos querías darme ese beso.
—¡Deja de insistir!
—¡Es que no te creo!
Me mira desafiante y yo le sostengo el gesto. Qué poquito sabía de mentiras esta mujer, se le notaba en el entrecejo fruncido, en la mirada esquiva que se volvía acusatoria cuando no sabía evadir mis ojos, en la boca tensa y en las ganas de salir corriendo.