—Mambrú se fue a la guerra.
—¡Sí!
—¡Ay! Qué dolor, qué dolor, qué pena.
—¡Ajá!
—Mambrú se fue a la guerra.
—¡¡Sí!!
—Y nunca volverá.
—¡No no no!
—¡¡¡Ya nunca volverá!!!
Cantamos al unísono la última sílaba agravándola al extremo, para luego echarnos a reír sin motivo. El viaje de regreso guardaba un espíritu diferente al de ida puesto que el nerviosismo y la tensión ocasionadas tanto por la expectativa del primer encuentro en años con mi padre, así como también por sentirnos, Milán y yo, en conflicto debido a que nuestras diferencias habían desaparecido, y nos sobrecogía la euforia de saber que pronto estaríamos de regreso con quienes más queríamos para volver a cantar, a tocar, a hacer ensayos y presentaciones... aunque todo eso se puede resumir en las primeras dos cosas, en diferentes contextos.
Milán hacía bailotear la botella entre sus manos. Traté de robársela y casi pierdo el control del automóvil al hacerlo, lo cual fue una completa estupidez. Se la devolví de inmediato al notar que estaba vacía.
—¿Cuándo nos la terminamos?
—Creo que cuando pasaste la estación de servicio.
—¿Y en qué momento pasamos una estación de servicio?
—Cuando el policía nos indicó que paráramos.
—¡¿Un policía nos indicó que paráramos?! Tendríamos que haberle hecho caso...
—Todavía estás a tiempo. Sigue ahí.
—¡¿Nos está persiguiendo la policía desde hace rato y no me avisaste?!
Miré por el espejo y frené tan rápido que Milán casi sale volando. El patrullero se estacionó detrás de nosotros y un hombre salió de su interior hecho una fiera.
—Salgan del auto —ordenó.
Obedecimos con nuestros papeles en la mano y él los revisó sin sorprenderse por nuestras reconocidísimas personas.
—¿Estuvieron bebiendo alcohol antes de manejar?
—¡No antes! durante —objetó Milán casi en un grito—. Es diferente.
Otra vez me reí, aunque al policía no pareció provocarle ninguna gracia. Revisó algunas cosas más, nos tomó un test de alcoholemia y luego nos comenzó a esposar.
—¿Iremos a la cárcel?
—Se saltaron cinco semáforos en rojo a más de 160 Km/H, alcoholizados y hablando por el celular; ¿qué opinan?
—¡Eh! —protesté—. Yo no estaba hablando por celular.
—Sí, porque su novia no le contestó. —Milán carcajeó solo, mientras que yo no podía parar de pensar.
—Oficial, es nuestra primera infracción, ¿no podemos solo pagar una multa y ya?
—¿Intenta sobornarme?
—¡Rayos, no! Salvo caso que usted quiera...
—¡Un crimen más! Les recomiendo guardar silencio, señores, porque todo lo que digan puede incriminarlos.
Nunca antes había sido el sumiso de nadie, y no sería la primera vez, así que me la pasé silbando todo el tiempo. Nos llevó a la comisaría donde llenamos unos cuantos papeles en tanto ellos se encargaban de mi auto. Buscaron nuestros antecedentes y al descubrir mi mentira notando que ambos estábamos manchados por diferentes eventos relacionados con tenencia de drogas, resolvieron que nos detendrían un día o dos sin nuestras pertenencias, incluyendo nuestros celulares, hasta que un juez decidiera qué hacer con nosotros.
—¡Tengo derecho a una llamada! —aseveré haciendo uso de mi poca lucidez.
—De acuerdo, toma.
Me aventaron mi teléfono por última vez y me apuré a llamar a Sol, pero ella nuevamente no me contestó. ¿Qué demonios estará haciendo?
—Suficiente, devuelva el celular.
—¡Pero no me contestó!
Viendo que insistía en el gesto, cedí a su petición; pero solo para que no llorara… por si las dudas, ¿no?
Milán, que gozaba con un poco más de lucidez de la que yo podía presumir, optó por usar su llamada contactándose con Méndez, quién reaccionó iracundo hasta el borde de colgar a mitad de su propia frase.
—Pronto estaremos libres —se mofó el bajista ignorando el haber sido ignorado.
—Pronto tal vez sea demasiado tarde. —Mi corazón no podía dejar de pensar en Soledad; ¿qué le habrá pasado?
El carcelero volvió a hablarnos para asustarnos: que tuviéramos cuidado con a quién le hablábamos, o a quién mirábamos, o a quién ignorábamos; que ahí adentro había más violadores que en las calles y más abusados también; que todo lo que nos contaron, vimos o creímos imaginar sobre una prisión se quedaría corto, y una vez llegáramos a la cárcel ellos se encargarían de que no volviéramos a salir; pero todo eso me importaba una mierda. Sentí pena al ver a Milán temblar de preocupación, sin embargo eso no era lo que más me importaba; ¿qué le habrá pasado?
Sentí más miedo de lo que en años había sentido durante aquella noche. Nos abandonaron en una celda provisoria y desprovista de mantas al lado de la de un par de monos morrudos que durante la noche intentaron orinanarnos para burlarse de nosotros, el guardia nos salpico con café caliente cuando nos quejamos del frío, las llamadas interminables no nos permitieron descansar; pero cuando llegó la mañana, el cansancio vino con ella, lo acompañó el sueño, y junto a él, algo de paz.