Sacudió el armario, tomó la ropa más ligera que encontró y salió en silencio de la habitación. El pasillo estaba oscuro y la luz de la luna era escasa. Se ocultó en la oscuridad, se fijó en una capa en el suelo y la amarró a su cuello para ocultar sus ropas y la espada que sobresalía.
―Es extraño. No hay guardias― susurró para sí misma.
Su pecho empezó a doler, aquella noche vino a su cabeza de nuevo. La muerte de su padre, el engaño del que llamó esposo alguna vez junto al secuestro de ella y sus hermanas. Tragó saliva, no podía dar pasos atrás, la encrucijada en la que se encontraba le impedía retroceder siquiera para tomar impulso. Dio un paso, siguió así hasta que llegó a puerta de Dorotea.
Los guardias estaban turnándose para vigilar la entrada, uno daba unas vueltas mientras el otro descansaba. Suspiró mientras trataba de buscar una salida de todo esto, caminó hasta ellos y cuando los tuvo enfrente les dijo:
―Lo siento, me perdí ¿Me ayudarían a encontrar la cocina?
Ellos se miraron unos a otros, luego la observaron y la reconocieron, pero cuando iban a hablar, cayeron al suelo y un charco de sangre salió de sus cuellos.
―No se distraiga.
Esa voz, él estaba tras de ella vigilándola. Se volteó y retrocedió unos pasos mientras él trataba de acercarse.
―Cumpla con su palabra y yo cumpliré la mía― dijo poniendo sobre sus hombros una caperuza roja.
No tenía palabras, nada salía de su boca. Sus manos temblaron sobre la espada que llevaba en su cintura. El emperador levantó su rostro y observó aquellos ojos cafés que le evitaban siempre.
―Cumpla con su palabra ― repitió y desapareció.
La joven Dafne miró a la puerta, ahora estaba abierta. Caminó despacio y entró a la habitación que ella conocía. Muchos recuerdos estaban ahí, la vez que ambas confesaron estar enamoradas del mismo caballero, la nubló en nostalgia. Cerró los ojos y trató de enfocarse en lo que tenía que hacer.
Era dos hombres altos y de buena figura, uno en el sofá y otro en su cama. Ella dormía desnuda y su cabello, junto a los brazos de su amante, escondía sus pechos.
Esta era una Dorotea que no conocía, una cara que nunca mostró, la misma que entró en la cama de su marido cuando ella lloraba por no tener hijos. Con lágrimas en sus ojos, alzó la espada y clavó el metal en el cuello del hombre junto a ella.
El hombre se retorció y ella se movió un poco, pero continuó dormida. Se paró sobre la cama, puso su pie sobre el pecho de su primera víctima y tiró de la espada con fuerza. Sus zapatos se mojaron en sangre, arrastró con disgusto el sable y notó como aquel hombre en el sofá se despertó y la observó.
―! ¿Guardias?!― chilló
―Nadie vendrá. Arrodíllese. ― le ordenó.
―Yo solo me arrodillaré ante el emperador. No a una aparecida. Puede cortar mi cuello, pero nunca mancharé mi honor.
―Arrodíllese.
Dafne sintió cómo su voz se volvía grave. Ya no tenía control sobre su cuerpo, la espada que le pareció pesada hace unos momentos, estaba más ligera.
―¿Su Majestad?― Lloró ― ¡Perdóneme!. ¡Por favor, se lo ruego!
―Por supuesto que no.
La hoja de acero se movió un poco y el hombre cayó al suelo. El tapete se mojó de sangre y ella se despertó.
―¿Dafne?― preguntó.
―No cause problemas, mi emperatriz. O todos terminarán igual.
Y cuando se dio cuenta del cuerpo sin vida en su cama, gritó.