La Conspiración del Espiral - Libro 4 de la Saga de Lug

SEGUNDA PARTE: Incomunicados - CAPÍTULO 16

El prisionero se sobresaltó con el sonido. Éste no era el sonido acostumbrado de la portezuela al pie de la enorme puerta de la celda, abriéndose momentáneamente para dejar una bandeja con comida.

Las bandejas llegaban puntualmente una vez al día y él gateaba hasta la puerta, arrastrando las pesadas cadenas que unían los grilletes en sus muñecas y en sus tobillos, para tantear el pan rancio y la jarra con agua que constituían su alimento. Así era siempre, así había sido siempre. Ya había pasado tanto tiempo que no sabía cuándo o por qué había sido puesto en aquella húmeda celda de piedra. Peor aun, no recordaba siquiera quién era.

A veces, imaginaba  que había sido alguien importante, y otras veces, imaginaba que solo había sido un don nadie con mala suerte. Había gritado sus preguntas a los guardias cuando oía sus pasos del otro lado de la puerta o cuando dejaban una de las bandejas, pero nunca había obtenido respuesta. Era como si no lo escucharan, como si no existiera. Poco a poco había dejado de gritar sus preguntas inútiles que solo rebotaban en las paredes de piedra de su celda.

Por las noches, a veces se despertaba sobresaltado porque una rata le había mordido el rostro o las manos. Había odiado a las ratas, pero después de mucho tiempo comenzó a esperar sus ataques y hasta a desearlos. Parecía una locura, pero las mordidas de las ratas eran lo único que demostraba que estaba vivo, que era alguien. El resto del mundo lo ignoraba por completo, como si estuviera muerto, pero no las ratas. Las ratas eran los únicos seres a los que les importaba lo suficiente su persona como para hacer contacto con él, aunque más no fuera mordiéndolo. Sin nombre, sin memoria, sin una razón para vivir, sus únicas amigas eran las ratas.

Pero no es exacto decir que toda su memoria se había desvanecido. Había un hecho que recordaba bien. Un hecho que lo atormentaba en la vigilia y en aterrorizantes pesadillas. El único hecho que hubiera deseado de verdad no recordar: el día que le habían arrancado los ojos con un hierro candente. Aun recordaba sus gritos desesperados, aun recordaba la mano enguantada sosteniendo el hierro al rojo vivo... y el dolor... tanto dolor... Debió desmayarse cuando el hierro se acercó a destruir su otro ojo porque a partir de ahí ya no recordaba más. El dolor tardó mucho tiempo en ceder de a poco. Muchas veces quiso llorar en la agonía de su desgracia, pero hasta eso era ahora imposible.

Así cegado fue arrojado a aquella celda de piedra. Ciego e incomunicado, confinado a vivir entre cuatro frías y húmedas paredes, en total oscuridad, su mundo se fue desvaneciendo de su mente. ¿Quién era él? ¿Dónde estaba? ¿Por qué estaba allí? ¿Quién lo odiaba tanto como para haberlo cegado brutalmente y abandonado a morir en aquel lugar?

Sí, había gritado esas preguntas muchas veces. A lo último, había hasta intentado obtener respuesta de las ratas que lo mordían. Nada. Fue así como fue perdiendo la motivación para seguir vivo. Él no era nadie, solo carne para ratas. Tal vez lo mejor era morir de una vez y que así sus amigas pudieran alimentarse a lo grande, hacer una fiesta, traer a sus compañeras, devorarlo hasta los huesos, hasta que no quedara nada de la nada que ya era.

Comenzó por no gatear más hasta la bandeja con comida cuando escuchaba la portezuela. Después de muchos días, ya ni siquiera tenía fuerzas para gatear hasta allá. Su mente era un vacío, su cuerpo era un vacío, sabía que la muerte estaba cerca.

Es por eso que ese día, cuando escuchó aquel sonido que no era el acostumbrado, solo pudo pensar que se trataba del día de su ejecución. Tenía sentido: su vida no estaba en sus manos y tampoco lo estaría su muerte. Su último acto de libertad sería denegado, y su muerte estaría en manos de un verdugo externo. Ya no le importaba, nada le importaba. La muerte, en cualquier forma en la que se presentara, era una bendición.

Los guardias entraron en la celda y lo tomaron bruscamente de las axilas, levantándolo hasta ponerlo de pie. Lo empujaron en dirección a la puerta abierta de la celda, pero él estaba demasiado débil incluso para mantenerse en pie y se desmoronó en el suelo sin remedio. Entre protestas y gruñidos, los guardias volvieron a agarrarlo por los brazos y lo arrastraron hasta la puerta. El prisionero sintió de inmediato en el rostro el cambio de aire, y el sonido y el olor de las antorchas apostadas en las paredes de la galería subterránea que llevaba a las mazmorras. Los guardias lo arrastraron por un buen trecho de pasillos hasta que llegaron a una sala más amplia. Allí intentaron otra vez dejarlo de pie, pero al ver que no podía sostenerse, lo sentaron en una silla de madera.

El prisionero solo se dejaba hacer. El contacto brusco y agresivo de los guardias era el primer contacto humano que había tenido en... ¿meses? Como con las mordidas de las ratas, el prisionero estaba agradecido de que alguien pareciera reconocer su existencia, aunque más no fuera para prepararlo para su ejecución.




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