Esa mañana, Gloria se preparó como de costumbre, se despidió de su madre que vivía con ella en una habitación cercana a las cocinas del palacio donde ella trabajaba, y subió las imponentes escaleras que llevaban al salón del Concejo. Solo supo que algo no estaba bien cuando llegó a las enormes puertas de madera labradas con paisajes de montañas con detalles de plata simulando la nieve y oro simulando las ramas de los árboles en el otoño en el valle, y los guardias cruzaron lanzas impidiéndole el paso.
Uno de los guardias se agachó, poniendo su rostro frente al de ella para asegurarse de tener su atención y le hizo una seña con la mano que significaba que debía seguirlo. Gloria negó con la cabeza y señaló insistentemente las puertas para indicar que el rey la esperaba, que debía entrar. El guardia solo la tomó de un brazo y la arrastró escaleras abajo, ignorando sus forcejeos y su angustiado rostro.
Gloria dejó de luchar y se dejó llevar con docilidad cuando vio que su rebeldía solo lograría un horrible moretón en el brazo que el guardia sostenía con fuerza, y tal vez hasta algún golpe. Lo que no pudo evitar fue que el corazón se le acelerara angustiado. ¿A dónde la llevaba el guardia? ¿Qué iban a hacerle? Desde luego, el guardia no iba a explicarle nada, no a ella, nadie en el palacio le hablaba a ella excepto su madre.
Gloria no pudo evitar ponerse a pensar en qué había hecho mal. Algo debía haber ocurrido, pero por más que pensaba y pensaba, no se le ocurría ningún error, ninguna falta. Pero ella sabía muy bien que a veces, lo que para ella era un detalle insignificante o inclusive un hecho positivo, para el rey era un error fatal. Los ojos de Gloria se llenaron de lágrimas al recordar lo que había sucedido la última vez que...
Desde su nacimiento, Gloria había sido especial. Ya desde bebé, su madre no tardó en notar que algo estaba mal. Gloria había nacido sorda. Su madre lloró a los cielos ante lo que pensaba era una maldición sobre su familia, y clamó al dios Alaris por un milagro de sanación que nunca vino. Finalmente, se resignó y crió a Gloria con lo mejor de su amor y sus conocimientos. El primer problema fue la comunicación, pero su madre pronto descubrió que donde faltaba el oído, sobraba inteligencia. Gloria estaba ávida de conocimiento y era rápida para aprender lo que fuera. Fue así que su madre desempolvó sus viejos conocimientos sobre la escritura, conocimientos raros entre la gente común de la ciudad, y decidió enseñar a su hija a leer y a escribir. Muy pronto, durante estas amorosas clases, Gloria no tardó en relacionar las letras y las palabras escritas con la forma de los labios y la boca de su madre al pronunciarlas. Cuando su madre descubrió esta habilidad de su hija, la fomentó, hablándole despacio y exagerando su pronunciación, dictándole primero palabras y luego oraciones, y viendo que su hija las podía reproducir en papel con exactitud. Al principio, Gloria solo podía entender a su madre, pero luego, comenzó a acostumbrarse a las idiosincrasias de otras personas al hablar, y pronto pudo entender casi a cualquiera.
Leyendo los labios, Gloria podía manejarse perfectamente en el mercado, pero los mercaderes comenzaron a mirarla con recelo porque además de sorda la consideraban retrasada mental, y en vez de maravillarse como su madre al verse perfectamente entendidos, comenzaron a rumorear que esa niña no era normal y que había algo oscuro en ella, algo que le daba el poder de leer las mentes. Esos rumores generaron miedo, y su madre debió de confinar a Gloria en su casa hasta que todos olvidaron las aparentemente extrañas habilidades de la niña. Su madre la instruyó para que se mostrara siempre tonta y sin comprensión de lo que le decían para resguardar su integridad física, y le advirtió que nunca, pero nunca, debía revelar que sabía leer y escribir.
Así se crió Gloria, prácticamente confinada a su hogar. Su madre se sentía culpable por tener que mantenerla oculta, y entonces gastaba sus pocos ahorros en comprar secretamente cuanto libro podía para que su hija se entretuviera en casa y saciara su sed de saber.
Pero el lujo de los libros se acabó cuando un día le llegó la noticia de que su marido, guardia real del palacio, había sido enviado a trabajar al Cuarto Paso de la frontera norte. La degradación se debió a que su marido había sido descubierto robando comida del palacio para llevarla a su familia. Su traslado a las montañas significó menos paga y la pérdida de todos los pequeños privilegios, como disfrutar de las sobras de las cocinas del palacio. Aquello complicó las cosas. Los libros no fueron lo único que Gloria y su madre echaron de menos. Su madre hacía todo cuanto podía para mantener a su hija, pero lo que lograba ganar era apenas suficiente para comprar alimentos. La pequeña casa donde vivían comenzó a desmejorarse y no había dinero para arreglarla. Tampoco había suficiente para ropa o leña para los crudos inviernos.
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Editado: 12.10.2019