Dresden sonrió complacido cuando su consejero personal entró a la sala con unos largos estuches cilíndricos de cuero.
—¡Señores!— anunció solemne—. He aquí la prueba que tanto me han reclamado.
—¿De qué se trata esto?— preguntó Vianney, mientras el consejero Overkin extraía unos inmensos rollos de los estuches y los desplegaba sobre la amplia mesa.
—Esto, mi escéptico Vianney, es la prueba definitiva de que los del norte están planeando invadirnos— explicó Dresden, orgulloso.
Vianney entrecerró los ojos, descreído.
Todos se asomaron a ver los amplios rollos desplegados.
—¿Mapas?— inquirió Filstin.
—Nunca había oído hablar de estas ciudades, ni había visto estos ríos y bosques, ¿qué es este lugar?— preguntó Kerredas.
Dresden solo sonrió, ufano, ante el desconcierto de los nobles.
—Atrapamos a un espía del norte— explicó Overkin con tono serio—. Nos reveló los planes de invasión y dibujó estos mapas de las ciudades del norte.
—¿Un espía del norte te reveló amablemente todo esto?— dudó Vianney.
—No fue amablemente— aclaró Dresden—, necesitó ser persuadido por la fuerza.
—¿Obtuviste estos mapas bajo tortura?— le reprochó Vianney.
—Conde de Vianney— lo exhortó con suavidad Overkin—, si supiera lo que este espía tenía planeado hacer en el sur… no se preocuparía de que lo hayamos torturado sino de que hayamos tenido la misericordia de dejarlo con vida.
—¿El maldito todavía vive?— casi gritó Kerredas.
Overkin levantó una mano, pidiendo calma:
—Todavía puede sernos muy útil, no podemos desperdiciar esta oportunidad.
—Pero si escapa…— intentó Kerredas, preocupado.
—Les aseguro, señores, que este individuo está muy bien custodiado. Y por el estado físico en que se encuentra, su escape es imposible— explicó Overkin.
La voz serena y segura de Overkin pareció calmar al paranoico Kerredas.
—¿Cómo piensan atacar? ¿Cuáles son las estrategias?— preguntó Filstin.
—Están reuniendo sus ejércitos en estos momentos— explicó Dresden—. Esta ciudad— dijo, señalando un punto en el mapa que decía “Kildare”—, proveerá guerreros entrenados a caballo. Y en esta zona— dijo, señalando al norte de Kildare—, recogerán a los miembros de un clan de grandes arqueros. Esta otra ciudad proveerá también con guerreros entrenados en escalar montañas— dijo, señalando Aros.
—¿Jinetes? ¿Arqueros? ¿Expertos en montañas? ¿Cómo vamos a defendernos de eso?— chilló Kerredas.
—¡Tranquilos!— dijo Dresden con un gesto amplio de sus manos—. Nosotros también tenemos un plan.
—¿Qué plan?— quiso saber Vianney.
—Necesitamos armar una ofensiva capaz de detenerlos— explicó Dresden—. Y para eso, señores, necesito la colaboración de todos ustedes.
—Ya nos has esquilmado bastante, Dresden. ¿Qué más quieres ahora?— le reprochó Vianney.
—Es hora de terminar con el egoísmo, Vianney— le espetó Dresden—. Todo el sur está en peligro. Todos necesitamos colaborar.
Mientras Dresden hablaba de sus planes. Huber se puso de pie despacio, rodeó la mesa y se inclinó al lado de Vianney para acercarse a los mapas. Al verlos de cerca, su rostro palideció de pronto. Filstin y Kerredas conversaban animadamente con Dresden. Tiresias seguía en su angustiosa apatía de siempre. Merkor se mordía el labio inferior, preocupado. El único que notó la consternación de Huber fue Vianney.
—¿Algo está mal con estos mapas, Huber? ¿Son falsos?— le murmuró al oído.
Lord Huber no le contestó. En su mente bullían decenas de preguntas. Huber sabía muy bien que los mapas eran auténticos, demasiado auténticos. Había visto esos mismos mapas antes y sabía de quién eran. Pero era imposible. ¿Cómo habían llegado esos mapas a la mesa de Dresden? Huber estuvo un largo rato observando los detalles de los mapas y descubrió en todos ellos aquella A envuelta en una estrella. En todos, la firma era pequeña y estaba disimulada en los dibujos de las montañas o de los bosques. Era obvio que los mapas eran copias exactas, y que el autor de las copias era el mismo que había hecho los retratos de la hija de Tiresias. ¿Quién era aquel espía con la habilidad de hacer estas copias tan perfectas?
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Editado: 12.10.2019