La Conspiración del Espiral - Libro 4 de la Saga de Lug

SEGUNDA PARTE: Incomunicados - CAPÍTULO 24

Cuando volvió a entrar a la habitación, lo encontró parado entre la mesa y la cama, de cara a la puerta. El sonido de la apertura de las puertas lo sobresaltó, y comenzó a temblar visiblemente. Apenas podía sostenerse en pie.

Gloria caminó rápido hasta él para apretarle la mano, y así hacerle saber que era ella, que no tenía nada que temer. Pero ante el contacto de su mano, él dio un paso hacia atrás, espantado, se tropezó con una de las sillas y cayó al suelo. Ella corrió a su lado para ayudarlo a levantarse, pero él se desembarazó de sus brazos y se arrastró hacia atrás, alejándose de ella.

Gloria se puso de pie, desconcertada, mientras él se seguía arrastrando hasta refugiarse debajo de la mesa. Vio que el hombre movía los labios y se agachó para ver lo que estaba diciendo.

—¿Quién eres? ¿Dónde estoy? ¿Qué pasó?— repetía el hombre una y otra vez.

Gloria se sentó en el suelo junto a él y se quedó allí, sin tocarlo, esperando a que se calmara. No sabía qué otra cosa hacer. Después de un buen rato, él pareció calmarse un poco. Respiró hondo y volvió la cabeza sin ojos hacia donde estaba sentada ella.

—Hueles a jazmín— dijo el hombre—. ¿Eres ella? ¿Eres la chica sin lengua?

Ella se acercó tentativamente y le tocó la mano. Él le tomó el brazo y repentinamente la abrazó con fuerza.

—¡Gracias! ¡Gracias por volver!— luego tomó el rostro de ella entre sus manos, poniéndolo frente al de él como si de alguna forma quisiera verla, recordarla—. ¡Gracias por volver!— repitió—. Estaba muy asustado y solo. No podía recordar, otra vez no podía recordar nada, no sabía cómo había llegado hasta aquí... no sabía de ti... no quería volver a olvidar, no otra vez.

Gloria lo miró sin comprender. ¿Cómo podía haberla olvidado en solo un par de horas? ¿Y a qué se refería con “otra vez”? Lo miró con lástima, allí acurrucado debajo de la mesa. Su largo cautiverio debía haberle afectado la mente, pobre hombre.

Gloria lo tomó de la mano y lo ayudó a salir de abajo de la mesa, sentándolo en una silla. Él no le soltó la mano en ningún momento, como si temiera que al dejar de tocarla, ella desapareciera y él la olvidara otra vez. Con su mano libre, ella acercó otra silla y se sentó junto a él.

—Ojalá pudieras decirme tu nombre— dijo él—. Si supiera tu nombre, me ayudaría a no olvidarte.

Ella le tomó la mano por la muñeca y la dio vuelta con la palma hacia arriba, luego, con el dedo dibujó una G sobre la palma de él, siguió una L y luego O, R, I, A.

—Gloria— repitió él—. Tu nombre es Gloria.

Ella asintió con una sonrisa, pero él no podía verla.

—Y sabes escribir...— dijo él.

Ella se apresuró a escribir otra palabra en su palma: SECRETO.

—Entiendo— dijo él—. No te preocupes, nadie sabrá que sabes escribir.

Ella asintió, satisfecha.

—¿Cómo te llamas tú?— escribió ella en su palma.

El hombre suspiró y bajó la cabeza. Temiendo que hablara y no poder ver su boca, ella le tomó el mentón y se la volvió a subir.

—Sorda— escribió ella.

—¿Sorda? ¿Eres sorda? Pero entonces... ¿cómo sabes lo que digo?

—Leo labios— escribió ella.

—¿En serio?— preguntó el hombre, asombrado—. ¿Sabe el que te envió a atenderme que sabes leer los labios?

—Secreto— volvió ella a escribir con cierta urgencia.

—Ya veo. Eres una persona con muchos secretos, Gloria.

Ella sonrió.

—¿Cómo te llamas?— volvió a escribir ella.

—No lo sé— suspiró el hombre, apesadumbrado—. Solo recuerdo estar encadenado en una celda y recuerdo cuando...— se señaló los ojos. Ella le apretó la mano—. No sé quién soy ni de dónde vengo, no sé por qué me hicieron lo que me hicieron, no sé por qué soy un prisionero, y tampoco tengo idea de por qué ahora estoy en una habitación con una joven. Mi memoria está vacía.




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