La balsa estuvo lista para después del almuerzo, y los tres emprendieron la marcha, navegando por las ciénagas, ayudándose con largas ramas que usaban como remos. Lug estaba lo suficientemente repuesto como para mantener a raya a las serpientes y otros animales que los acechaban enroscados en las retorcidas raíces de los árboles que asomaban grotescas aquí y allá. Encontró la forma de simplemente desviar la atención de las distintas alimañas escondidas en el lodazal para que los dejaran pasar tranquilos. Pero nada parecía funcionar con la horda de mosquitos que zumbaban a su alrededor, picándolos en cualquier parte del cuerpo donde encontraran piel expuesta.
Humberto espantó los insectos de su cara, mientras Lug se ajustaba la capa llena de barro pegado para protegerse de los piquetes. Lug concluyó que la combinación de sudor y barro en sus ropas y en su piel era lo que más atraía a los insectos. El fomore era el único al que no parecían molestarle los bichos que le pululaban alrededor. En una oportunidad, a Lug le pareció ver al fomore atrapar a un insecto y comérselo, pero no estaba seguro.
—Hay algo que he querido preguntarte— dijo Humberto.
—¿Qué?— escupió Lug un mosquito.
—¿Qué pasó con el anillo? No estaba entre tus cosas cuando las robé de la colección privada de Dresden.
—Con Wonur fuera de combate, el anillo ya no sirve.
—Lo sé, lo sé. Era solo por curiosidad. ¿Aun lo tiene Dresden?
—No. No lo traje conmigo— respondió Lug.
—Ah. ¿Lo dejaste con Dana?
—¿Por qué te interesa tanto ese anillo?
—Solo estoy tratando de conversar sobre algo para olvidar el suplicio de estos malditos insectos que no me dejan en paz, es todo— dijo Humberto, abanicando su mano frente a su rostro para espantarlos y apoyar sus palabras.
—Siempre te interesó el Anguinen— comentó Lug—. Me acuerdo de que tuve que recordarte que me lo devolvieras allá en el otro mundo. Inclusive intentaste convencerme de que no me lo trajera al Círculo.
Humberto se encogió de hombros, tratando de parecer inocente.
—Siempre se dijo que los anillos con la Perla de la Vida eran algo especial, y nunca tuve la oportunidad de ver uno de cerca. Excepto el tuyo, claro, pero en el otro mundo no tenía ningún poder.
—Y tampoco lo tiene aquí ahora, Humberto.
—Lo que digas.
Lug le lanzó una mirada suspicaz. ¿Qué era todo aquello sobre la Perla? ¿Por qué quería saber Humberto de su paradero? Lug no era tan ingenuo como para creer que era solo curiosidad. Pero el anillo no servía más que como un recuerdo de su madre, no tenía ningún poder, no era más que un mero símbolo cuyo valor se había vuelto solo sentimental. Aun así, Lug tuvo la prudencia de no revelar que el anillo estaba ahora en el dedo de su hijo Llewelyn.
Ya entrada la tarde, llegaron por fin a tierra firme. Abandonaron la precaria balsa a la orilla del pantano, y despejando el camino con sus espadas, atravesaron un monte cerrado hasta que llegaron a una pradera de verdes pastizales. A lo lejos, sobre una pronunciada loma, se alzaba un imponente castillo de piedra con cuatro torres almenadas.
—El castillo del conde de Vianney— anunció Humberto.
Lug se miró a sí mismo, y luego a Humberto y al fomore. Los tres estaban hechos un desastre, sucios de barro y apestando a la pudrición del pantano.
—¿Crees que nos deje entrar con este aspecto?— dijo Lug—. Parecemos ratas salidas de una alcantarilla.
—Créeme, conozco a Vianney, se apiadará más de nosotros con este aspecto que si apareciéramos vestidos como príncipes— comentó Humberto, emprendiendo la marcha hacia el castillo.
—Espero que sepas lo que haces— murmuró Lug para sí.
Dos guardias armados con arcos los miraron desde arriba de la muralla que unía dos robustas torres hexagonales almenadas por encima de las enormes puertas del castillo. Detrás de la muralla, podía verse la torre residencial, con tres enormes ventanas rematadas en arcos ojivales. Por encima de las ventanas, había un friso decorado con pequeños arcos de medio punto, y las enormes paredes seguían hacia arriba un poco más, terminando en intrincadas almenas de distintos anchos, alturas y ángulos que permitían observar la pradera que rodeaba el castillo en todas direcciones. Desde esta torre principal en forma de rectángulo, el castillo se extendía hacia la izquierda con más ventanas altas rectangulares, y al final, se podía ver una masiva torre cilíndrica casi tan alta como la parte residencial, que daba al sur. El castillo no impresionaba por lo lujoso. Tenía una estética simple, pero robusta, y sus tristes murallas de piedra gris eran avivadas aquí y allá por hermosas enredaderas verdes que trepaban los muros de forma irregular.
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Editado: 12.10.2019