—Gloria, no podemos quedarnos aquí. Este es el primer lugar a donde buscarán— le dijo Ana.
Ella asintió y se dirigió a un viejo baúl en un rincón de la habitación. Sacó un viejo vestido marrón y lo puso en las manos de Ana, señalándolo con insistencia.
—De acuerdo, tienes razón, este vestido azul llama demasiado la atención— concedió Ana, comprendiendo.
Gloria la ayudó a cambiarse de ropas. Escondieron el vestido azul debajo del colchón de la cama. Luego, Ana abrió la puerta con cuidado y espió afuera. No había nadie, y tampoco se escuchaban guardias en las cercanías. Le hizo seña a Gloria para que la siguiera. Las dos salieron al pasillo, y Gloria la agarró del brazo, arrastrándola hacia las cocinas. Al llegar, nadie pareció prestarles mucha atención. Todos estaban ocupados, trozando vegetales o animales, vigilando los hornos, batiendo distintas preparaciones. Entre todo el tumulto, Gloria vio a su madre y se dirigió a ella enseguida. Con señas ansiosas de sus manos, en algún extraño lenguaje que solo comprendían ellas, comenzó a hablarle. Su madre negaba con la cabeza. Ana comenzó a impacientarse.
—Señora— interrumpió Ana la silenciosa conversación—, si quiere conservar su vida y la de su hija, debe acompañarnos ahora mismo.
—¿Quién eres tú?
—Soy la que les salvará el pellejo a las dos, pero solo si acepta venir con nosotras.
—¿Qué fue lo que pasó? ¿Por qué están nuestras vidas en peligro? No hemos hecho nada para ofender a su majestad…— protestó la madre de Gloria.
—¿Sabe del prisionero al que Gloria estaba cuidando?
—Sí, ¿qué pasa con él?
—Acaba de escapar, ayudado por Gloria y por mí.
—¡¿Qué?!— exclamó ella.
—Baje la voz y venga con nosotras. Es su única oportunidad— le murmuró Ana al oído.
Ella dudó por no más de un segundo. Se sacó el delantal, dio unas instrucciones a sus ayudantes y les dijo que ya volvía. Gloria guió el camino hasta la salida de la cocina que daba a los jardines, luego, Ana tomó la delantera. Cruzaron los jardines, agazapadas entre los arbustos. En menos de cinco minutos estuvieron afuera de las murallas. Ana las llevó corriendo por entre los árboles, alejándolas del camino. Cuando Ana juzgó que estaban lo suficientemente lejos, les hizo una seña a las otras dos para que se detuvieran. Jadeando y con las venas llenas de adrenalina, las tres se dejaron caer sobre la hierba para descansar.
—Esto es una locura— protestó la madre de Gloria—. ¿A dónde iremos? ¿Qué haremos?
—Eso lo decidirá Lug cuando se nos una— explicó Ana.
—¿Lug?
—El prisionero que su hija y yo ayudamos— clarificó.
—¿Un hombre ciego y enfermo decidirá sobre nuestras vidas?
—No está ciego ni enfermo… es una larga historia.
—Pero Gloria me dijo que ni siquiera sabía quién era, que estaba mal de la cabeza.
—Todo eso ha sido solucionado.
Iris negó con la cabeza.
—¿Y dónde está este hombre? ¿Aquí en el bosque?
—No, sigue en el palacio, pero pronto se nos unirá.
—Gloria— se volvió su madre hacia ella—, ¿qué has hecho, hija? ¡Nos has condenado a muerte!
Gloria negó insistentemente con la cabeza.
—Es nuestro fin. Dresden nos va a torturar hasta la muerte— lloró Iris.
Gloria seguía negando con la cabeza, abrazando a su madre, tratando de hacerle entender. Ana se apiadó de ambas. Se acercó a Gloria y le tocó el hombro. Cuando Ana estuvo segura de que Gloria tenía su atención, le habló de frente para que pudiera leer sus labios:
—Si quieres, puedo sanarte, como lo hice con Lug.
Gloria asintió vigorosamente con la cabeza.
—¿De qué está hablando esta mujer?— preguntó Iris a su hija.
Gloria se tocó los oídos y la boca, y luego hizo otras señas que Ana no pudo entender.
—¡Oh, hija!— exclamó su madre—. ¡Cómo puedes dejarte engañar así!— la tomó de los hombros. Pero Gloria se soltó de las manos de su madre y se volvió hacia Ana. Tomó su mano y escribió en su palma:
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Editado: 12.10.2019