—Dana, por favor ata las manos de Cormac a su espalda— pidió Lug.
—¡¿Qué?!— exclamaron Dana y Cormac al mismo tiempo.
—¿Por qué?— preguntó Cormac.
—Porque Humberto estaba diciendo la verdad— dijo Lug, serio.
—No es posible…— murmuró Cormac.
—¿Estás seguro?— lo cuestionó Dana.
—Muy seguro.
Cormac cayó de rodillas ante Lug:
—Por favor, entra en mi mente, comprueba mi historia— rogó.
—Sabes bien que no puedo hacer eso, Cormac.
—¿Por qué no?— intervino Dana.
—Porque ya lo intenté una vez y casi me mata.
—¿Cormac intentó matarte? Nunca me dijiste eso.
—No— negó Lug con la cabeza—, era yo el que lo estaba atacando a él.
—Entonces, fue en defensa propia— trató de entender Dana.
—No, él no se defendió— aclaró Lug—. Su mente es demasiado vasta, contiene información de muchas vidas, demasiado para cualquiera de nosotros.
—Puedo elegir un recuerdo, restringir el acceso, así sería seguro— propuso Cormac, extendiendo su mano para ofrecer un contacto.
—¿Qué sentido tiene eso? Elegirías un recuerdo recortado o conveniente para tu historia— le respondió Lug.
—¿No vale de nada la lealtad que te he demostrado desde que nos conocimos?— preguntó Cormac, dolido.
Lug no le contestó.
—Por favor, Dana, haz lo que te pedí— le solicitó Lug.
Dana suspiró, poco convencida, tomó del suelo una de las sogas que Govannon había descartado y se acuclilló detrás de Cormac, que seguía de rodillas, para atarle las manos. Cormac se dejó hacer, sin resistirse, sin protestar, la mirada en el piso. Dana terminó de atarlo y se apartó de él, meneando la cabeza desaprobadoramente, pero sin decir nada.
—Si encuentras alguna forma en que pueda probar mi inocencia, Lug, dame la oportunidad de hacerlo— dijo Cormac, levantando la cabeza hacia Lug—. Mientras tanto, átame y arrójame a una celda si eso es lo que crees necesario. Mi lealtad está contigo, pase lo que pase, hagas lo que hagas.
Lug se acercó a su oído y le murmuró:
—Si quieres probarme tu lealtad, averigua por qué Humberto cree estar diciendo la verdad.
Cormac abrió los ojos, comprendiendo: todo el asunto era una artimaña. Cormac asintió en silencio.
Ana y Govannon aparecieron en ese momento de vuelta por un túnel de la cueva. El rostro de Ana estaba lleno de asombro.
—¡Lug!— lo llamó, entusiasmada—. ¿Sabías que este hombre puede moldear la roca con su mente? ¡Es increíble! ¡Horadó la roca viva y creó un hueco perfecto para una celda! ¡Y no solo eso! ¡Conjuró barrotes de hierro de la nada! ¿Puedes creerlo?—. Sus efusivos comentarios se apagaron de pronto cuando vio los rostros serios de todos y a Cormac de rodillas en el suelo con las manos atadas. Govannon captó también el clima tenso.
—¿De qué nos perdimos?— preguntó Govannon despacio.
—Humberto estaba diciendo la verdad— explicó Dana—, lo que significa que Cormac miente.
—¿Entonces?— inquirió Govannon.
—Quiero que los dos estén recluidos hasta que se aclaren las cosas— declaró Lug.
—¿Crees que los dos mienten?— preguntó Ana.
—No sé qué creer por el momento, pero no me arriesgaré— contestó Lug—. Gov, ¿puedes horadar otra celda?
—No hay problema— contestó Govannon.
—De pie— dijo Lug a Cormac, tomándolo por el brazo para ayudarlo a levantarse.
—¿Quieres que lo acompañe también?—preguntó Ana.
—No— dijo Lug—, de éste me encargo yo.
Y así diciendo, empujó a Cormac por el túnel mientras Govannon guiaba el camino.
—¿Dónde quieres que haga su celda?— preguntó Govannon.
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Editado: 12.10.2019