Cormac se arrellanó en el cómodo sillón, subió sus pies a una banqueta y abrió el libro que tenía en su regazo. Estaba en la enorme biblioteca del castillo de Tiresias, lugar que se había convertido rápidamente en su favorito, no solo porque aquí tenía una enorme fuente de información para alimentar su vasta mente, sino también porque era un lugar muy poco visitado por el resto de los habitantes del castillo, lo que le daba la soledad y tranquilidad a la que sus largos años viviendo en la playa lo habían acostumbrado. A sus espaldas, un poco hacia la derecha, había una enorme ventana vidriada que le proporcionaba la luz necesaria para leer y por la que se filtraba el sonido de las olas rompiendo contra las rocas. Era agradable haber terminado viviendo en un lugar como este: le gustaba el mar. El mar Igram estaba siempre más agitado que el Irl, sus aguas eran más oscuras y frías, pero Cormac se sentía cómodo igual. Lo único que le importaba era tener esa masa de agua cerca, escucharla, olerla, ver y disfrutar de su inmensidad.
Por supuesto, habría sacrificado la satisfacción de vivir junto al mar si Madeleine hubiese habitado en otro lugar, pues en realidad, era estar cerca de ella lo que más le interesaba. Habían pasado ya seis meses desde que se había presentado en el castillo con Madeleine y Lug. Tiresias lo había acogido como huésped al principio, y ahora ya era como uno más de la familia.
La tranquilidad de su lectura se vio interrumpida por la intempestiva entrada del duque.
—¡Cormac!— lo llamó con el rostro desencajado—. Por favor, debes ir a calmarla, está tan alterada que no puedo tranquilizarla. A ti siempre te hace caso, tal vez puedas…
—¿Qué pasó?— inquirió Cormac, cerrando el libro y poniéndose de pie.
—Es otra de esas pesadillas— explicó Tiresias.
—Pero Madeleine no suele dormir a esta hora— lo cuestionó Cormac.
—No estaba durmiendo, estaba en las cocinas… no sé…
Cormac apretó los dientes y se dirigió hacia la puerta de la biblioteca.
—¿Dónde está?— le preguntó al duque con urgencia.
—La llevé a su habitación. Ha echado a todos los sirvientes… no quiere ver a nadie… Pero estoy seguro de que te verá a ti.
Cormac asintió y apuró el paso, saliendo a la galería y encaminándose hacia la habitación de Madeleine.
Cuando llegó a la habitación, apoyó suavemente la mano en el picaporte y abrió la puerta despacio hasta que creó una rendija por la que poder espiar adentro. Madeleine estaba parada frente a una ventana, mirando ensimismada hacia afuera. Al escuchar el sonido de la puerta, se volvió hacia él:
—Cory— dijo, intentando sonreír.
Cormac suspiró y cerró los ojos por un momento: siempre sentía que se derretía cuando ella lo llamaba así. Los volvió a abrir y pidió:
—¿Puedo pasar?
Ella asintió y le hizo un gesto con la mano, invitándolo a entrar. Él se introdujo en la habitación y cerró la puerta tras de sí.
—¿Estás bien?— le preguntó.
Ella negó con la cabeza. Él vio que ella temblaba. Fue hasta la cama, buscó una manta y se la colocó en los hombros, abrazándola.
—Cuéntame— le pidió suavemente.
Ella se echó a llorar en su hombro. Él la guió delicadamente hasta la cama y la hizo sentar. Luego tomó una silla y se sentó frente a ella. Sacó un pañuelo de su bolsillo y se lo alcanzó. Ella se secó las lágrimas.
—Lo lamento— dijo ella, tratando de reprimir un sollozo.
—No hay nada que lamentar. Sabes que estoy aquí para ayudarte en lo que necesites. Solo cuéntame— le dijo Cormac.
—Mi padre dice que son solo malos sueños, trata de convencerme de que no debo darles importancia, que no pueden afectarme. He intentado explicarle que son más que sueños, pero no quiere o no puede creerlo. Esta vez ni siquiera estaba durmiendo cuando vinieron esas visiones, estaba en las cocinas, estaba totalmente despierta. Cory, ¿qué me está pasando?
—Cuéntame lo que viste— le pidió Cormac con el rostro serio.
—Éste fue diferente a los que he tenido hasta ahora. En los anteriores, siempre eran escenas de cosas que podía reconocer: lugares conocidos, personas, animales… y las acciones eran verosímiles, hacían lo que podría esperarse de ellos, pero esta vez… No pude entender nada, no tenía sentido. Y las sensaciones… tan vívidas…
—Descríbelo lo mejor que puedas— la instó Cormac—. Necesito saber lo que viste.
—¿Por qué? ¿Qué significa?
—No puedo saberlo si no me lo describes, por favor, inténtalo.
Ella asintió, estrujando el pañuelo entre sus manos con nerviosismo:
—Primero apareció una mujer rubia, envuelta en una luz azulada. Estaba de pie, con las manos extendidas. De su mano derecha… no sé cómo explicarlo, pero… de su mano derecha salía toda la creación, todo el mundo, todas las cosas. Y de su mano izquierda emanaba destrucción, muerte y oscuridad. Ella tenía el poder de crear y destruir, solo extendiendo sus manos, solo deseándolo. Luego su imagen comenzó a vibrar y su apariencia cambió. Ahora era una niña, pero aun siendo niña, su poder no menguaba. Después se transformó en un hombre joven, y luego en un anciano de ojos rasgados y barba blanca. Pero yo sabía que todos eran ella misma, facetas del mismo ser.
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Editado: 12.10.2019