La atmósfera fría y callada que envolvía a los habitantes de la ciudad en aquellos días tan trágicos era abrumadora. Las vestiduras negras y las expresiones sombrías abundaban por montones en las calles y los llantos de las mujeres afectadas por la noticia se escuchaban hasta en los rincones más escondidos. Todos sufrían por la pérdida de Cassido D'Amico.
Un vehículo de un negro brillante aparcó frente al edificio del Juzgado, causando entre los ambulantes que pasaban por allí un picor de curiosidad. Por lo general, carrocerías tan vistosas no habituaban ramblas como la Via Maqueda, que usualmente era transcurrida por viandantes. El chofer salió del asiento de conductor, apresurado, para abrir la puerta de pasajeros.
Joseph Provenzano sobresalió del auto, luciendo un traje oscuro como la noche a medida. El cabello negro azabache que se encontraba perfectamente acomodado hacia atrás, le daba un hilarante aspecto serio y estirado, cualidades que no se le adjudicaban para nada. Sus diminutos ojos azules observaron el alrededor con interés, buscando algo con la mirada, turbado, como si lo que indagaba no estuviese donde debería. Su atención fue robada por algo justo al lado suyo, donde otro vehículo se estacionaba.
De él salió la persona que estaba esperando.
Sus labios se extendieron en una gran sonrisa cínica, al tiempo que Carlos D'Amico posicionó sus ojos en él. Carlos solo pudo apretar la mandíbula cuando vislumbró la figura de Joseph. ¡Dios, cuánto lo enfurecía aquel muchacho!
Los rumores de la existente rivalidad entre Joseph Provenzano y Carlos D'Amico no eran novedad para la ciudad de Palermo. Todos en aquel pueblo sabían que cuando aquellos dos se juntaban, los resultados de aquella reunión nunca eran buenos. Y se confirmó para ellos aún más aquella mañana cuando Provenzano y D'Amico se encontraron frente a frente en la puerta del despacho de Maurice Pavoni, el abogado de su padre, y la persona a la que le había confiado su testamento meses antes de fallecer.
Porque sí. Aquel día el contenido del testamento se daría a conocer.
Ambos se detuvieron en la entrada, para luego mirarse fijamente a los ojos, lanzándose veneno con las miradas llenas de odio y coraje. La hermosa mujer rubia que acompañaba a Carlos D'Amico le musitó algo al oído, haciendo que éste cortara el contacto visual con Joseph. Miró a su alrededor de forma cautelosa. Había varias personas observando desde sus puertas y sus ventanas, esperando por la primera señal de pelea. Bufó, desdeñoso.
Volvió la mirada a la fémina a su lado, para indicarle entre susurros que necesitaba un poco de aire y le dio un beso en la mejilla. Expulsó un resoplido, inclinó la cabeza en dirección a Joseph y salió del edificio, dejando atrás a la persona que más odiaba junto a la persona que más quería. Y si se hubiera quedado un segundo más, solo un segundo más, se habría percatado de las sonrisas provocativas y de las miradas coquetas que se dedicaban Joseph Provenzano y Fiorella Bianchi, su esposa, la madre de sus hijos y la mujer a la que él amaba.
Joseph le ofreció el brazo con una sonrisa de lado, aquella que a Fiorella le gustaba tanto. Ella enlazó su brazo con el de él y juntos ingresaron por la amplia puerta hacia la oficina de Maurice. Allí se encontraron en un mar de llanto inconsolable y gemidos lastimeros provenientes de las mujeres de la familia D'Amico.
Las hermanas de Carlos —Caprice, Cerelia y Constanza— lloraban junto a su madre, Annunziata. Doña Annunziata permanecía sentada en una silla al fondo del salón, con las manos cubriendo su rostro mientras soltaba sollozos de dolor. Sus hijas la abrazaban de costado al tiempo que trataban de consolarse y secarse las lágrimas entre ellas, dándose palabras de aliento que parecían no tener efecto alguno. En ningún futuro cercano o lejano. Era una escena bastante lastimosa de ver.
Ya había pasado una semana desde el entierro del señor D'Amico, y nadie en aquella ciudad había superado su muerte. Mucho menos su familia. Era un hombre muy querido por aquellos que lo conocían bien y era apreciado por todas las personas que alguna vez trabajaron para él o precisaron de su ayuda, tanto fuese monetaria como apoyo emocional. Y por eso entendía por qué el costo de dejarle descansar en paz era tan inmenso.
Fiorella se desprendió de él y se acercó a la señora D'Amico para darle el pésame y Joseph hizo lo mismo con sus hijas. Se aproximó primero a Cerelia, la mediana de las tres hermanas. Posó su mano en su hombro y la atrajo hacia él para darle un abrazo, y ésta le correspondió abrazándolo por la cintura mientras lloraba. Los hombros de la muchacha se sacudían gracias a los temblores causados por los sollozos y los lamentos de la chica, y Joseph sintió ganas de llorar junto a ella en aquel momento, algo que no había tenido tiempo de hacer.
El agua salada comenzó a formar mares en sus lagrimales, y no sabía cuánto más iba a poder contener aquella irreprimible pleamar allí, cuando ésta empezó un recorrido por sus mejillas hasta su barbilla, donde el trayecto de las lágrimas culminaba. Enterró el rostro en el hombro de Cerelia, y ella lo abrazó más fuerte. Los recuerdos que le venían a la mente del señor D'Amico eran cada vez más vívidos, junto a todas aquellas veces en las que él le había dado una lección de vida. Joseph se sentía muy agradecido con él por todas las cosas que le había otorgado a lo largo de su crecimiento. Entre ellas, aceptación y cariño.
Cassido D'Amico lo había acogido en su familia y en su negocio cuando Joseph se hallaba en el peor momento de su adolescencia: su madre había fallecido luego de cuatro años postrada en una cama, la cual terminó siendo su lecho de muerte. No tenía a nadie en el mundo y, después de vagar por las calles de Palermo durante semanas, se encontró con el señor D'Amico, aquel que sería su salvador y su mentor, aquella persona que le enseñó todos los conocimientos que poseía. Lo quería, quería al señor D'Amico como a la figura paterna que nunca tuvo.
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Editado: 04.07.2020