La figura fornida de Carlos D'Amico ingresó por la extensa puerta del despacho. Dirigió sus pasos con cierta indecisión a la silla de madera y cuero que esperaba por él frente al escritorio. Una vez sentado, levantó la mirada, encontrándose con los mismos ojos que lo habían perseguido en sus pesadillas durante años, observándolo desdén. Expulsó un resoplido, mientras que con su mano derecha secó discretamente las gotas de sudor que empapaban su cuello. El nerviosismo que albergaba su cuerpo en aquellos momentos era casi palpable.
El brillante color azulado que poseía el iris del señor Provenzano chispeó con cólera, despertando en D'Amico sentimientos de temor. Si sus suposiciones eran correctas, Joseph lo había convocado allí para discutir asuntos referentes al poco preciso testamento de su difunto padre, y para charlar acerca del posible asesinato de su progenitor. Posteriormente del doloroso funeral, Carlos había cortado contactos con todos sus socios y amigos, pues necesitaba tiempo para llorar la muerte de su progenitor; además de que había decidido contactar con sus detectives privados para que iniciaran una exhaustiva investigación con relación al presente enigma que se le había postrado a la familia D'Amico. Sin embargo, el día anterior había recibido la llamada del consigliere de su padre, y éste le avisó de la invitación de Provenzano a su reciente morada.
Tras el llamado, la tensión se apoderó de sus extremidades. ¿Qué querría Joseph Provenzano ahora? Él lo sabía con exactitud, mas tenía miedo de la respuesta; sin contar que nunca le había gustado permanecer en la misma habitación que él durante mucho tiempo. La pura verdad era que a Carlos D'Amico siempre le había intimidado la sola mención del nombre más temido y respetado de Sicilia —además del de su padre—, Joseph Provenzano.
Y sentía pavor, inevitablemente, lo sentía. Sentía correr por sus venas el miedo que jamás en su vida había experimentado. Podía percibir el temblor de sus dedos, los cuales retorcían sin apuro un pañuelo ya arrugado de color rojo vino.
El único sonido que se escuchaba en la estancia era el fatigoso ruido del ventilador que giraba sin detenerse, además de ser el único capaz de mitigar los zumbidos que producían los latidos de su acelerado corazón.
Se decidió por fin Carlos D'Amico a culminar con el desesperante silencio que reinaba en el salón:
—¿Para qué ha solicitado con tanta premura verme en su residencia, don Provenzano? —interpeló D'Amico luego de tragar. Sentía su garganta demasiado seca, y no era precisamente por las altas temperaturas de aquel verano.
—¡Oh, vamos! D'Amico, dejemos las modalidades. —Provenzano le otorgó la mejor de sus sonrisas, mas Carlos había aprendido con el paso del tiempo a desconfiar de cada una de ellas. Al ver que Carlos aún lo miraba con suspicacia, Joseph resopló y lo miró serio—. Pensé que ya sabías para qué te invité aquí: debemos hablar sobre la muerte del señor D'Amico y...
—Yo ya me he ocupado de eso —lo interrumpió Carlos, con una sonrisa de autosuficiencia. Aunque en el fondo, sabía que lo había interrumpido para que no acabara aquella frase a la que Carlos tanto temía escuchar. Intentando no tocar aquel tema que colocaba a todos con los nervios de punta. Joseph rodó los ojos, impasible, mientras se acariciaba el puente de la nariz con suavidad.
—Déjame concluir, D'Amico —dijo él con voz dura, haciendo que el airado Carlos se encogiera en su asiento con disimulo—. El Departamento de Policía se está encargando del caso de tu padre. Poseen toda la información que necesitamos saber y...
—Y yo tengo a los mejores detectives de todo Palermo ocupándose del caso. No preciso de la ayuda de unos patéticos policías —se jactó, alzando las comisuras de sus labios, apenas mostrando una sonrisa. A este punto, era evidente ya la desesperada necesidad que tenía Carlos por demostrarle a Joseph que podía ser mejor que él, algo que necesitaba comprobarle desde que tenían catorce años...
—Me da igual. Yo simplemente quiero que la muerte del señor D'Amico sea vengada. ¡No pudo haber muerto en vano!
—Claro que no. El que haya sido el responsable de esta barbaridad está paseando por nuestras calles, libre, mofándose de su actuar. —Carlos gruñó, imaginándose a un hombre sin rostro caminando por las mismas avenidas que él recorría a diario, creyéndose que saldría impune—. ¡Merece ser castigado!
Joseph asintió, entrando en acuerdo con él. Probablemente la única situación en la que ambos compartirían opiniones en todas sus vidas. Al cabo de aquella frase, el silencio se apoderó de la sala nuevamente.
Y ambos muy bien sabían cuál tema vendría a continuación. D'Amico se limitó a soltar las primeras palabras que su mente le proporcionó:
—No conseguirás nada que venga de mí o de mi familia —espetó el señor D'Amico, queriendo con fuerzas que las palabras hayan salido seguras de sus labios, mas ni siquiera él mismo se pudo creer lo que había dicho. Con los ojos fijos en las duras facciones de Joseph, pudo entrever en la tenue iluminación que había en la habitación, una sonrisa socarrona que surcaba los labios del señor Provenzano. Se removió incómodo en su asiento, sintiendo la tensión de sus músculos ante el ambiente callado e intimidante.
—Correción —musitó Provenzano, riendo con falsa diversión, para después seguir hablando con sorna: —No obtendré nada que no me pertenezca, mi querido D'Amico.
—Tu persona no posee ningún control sobre mí o mi familia —soltó con rabia—. Solamente eres un indeseado que mi padre recogió de la calle.
—D'Amico, te recuerdo que sigo aún siendo el sottocapo de la familia, ¿me escuchas? —Joseph sonrió apretando los dientes, tratando con esto de disminuir la ira que acrecentaba en él—. Puedo hacer lo que me plazca contigo, incluso enterrar una bala entre tus cejas. ¿Es eso lo que deseas?
La bilis atravesó lentamente la garganta de Carlos. Él sabía que lo mejor era mantener la compostura, mas se le hacía una tarea muy difícil. La cólera que sentía en aquel instante era enorme, pero prefirió hacerle caso a Joseph. Una de las cosas que lo caracterizaban era ser un hombre de palabra, fueran cuales fuesen esas palabras.
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Editado: 04.07.2020