Tal vez eran sus nervios los que se encargaban de llevarlo al límite de su cordura, o quizás era la furia que comenzaba a acrecentar en él la responsable de que sus movimientos y acciones se estuvieran convirtiendo más impulsivas y temblorosas. Fuera cual fuese el culpable, su cólera amenazaba con opacar a su casi inexistente sentido común, y eso lo atemorizaba.
Luego de su charla —por no decir discusión— con Joseph Provenzano, Carlos había salido de su residencia con los pensamientos revueltos y el cuerpo cansado. Era más que obvio que su plática con Provenzano fue desgraciadamente infructuosa, sin embargo Carlos no sabía por qué se sorprendía. No había mucho que esperar viniendo de Joseph Provenzano.
Suspiró, alicaído, de acuerdo consigo mismo. Caminó con pesar el sendero hasta su vehículo, tratando de ignorar sin mucho éxito las miradas interesadas que se posaban en él conforme atravesaba la avenida. Gruñó en voz baja, sintiéndose incómodo por lo indisimulada e irritante que podía ser la gente de su ciudad. Empezó a escuchar los murmullos y susurros que se formulaban a su alrededor, asemejándose al fastidioso sonido del aleteo de las abejas.
No tenía que cavilar mucho para saber que estaban comentando el lamentable infortunio de que ni él ni Joseph habían sido escogidos como el Don. Y eso no hacía más que enfurecerlo. Porque él sabía lo que las personas de Palermo pensaban sobre él.
«Siempre ha sido el niño de mamá».
Desde que tenía catorce años.
«No tiene lo necesario para el negocio».
Cuando Joseph se infiltró en su vida.
«Provenzano tiene más madera».
Sentía que de alguna forma había sido reemplazado por él. A sus treinta y cinco años de edad, aún se sentía de aquella dolorosa manera. Y nadie hacía que se sintiera mejor consigo mismo. Ni siquiera su propia familia. Desde que Provenzano había llegado a sus vidas, lo acogieron como a un hijo y hermano.
Creció junto a ellos. Lo vieron derrumbarse cuando su madre murió, lo vieron levantarse y seguir adelante, lo vieron lograr sus metas. Celebraron y sufrieron con él... Como si él fuera parte de su familia. Y a él lo dejaron de lado, pasaron de él.
Apretó los puños, colérico.
—¡Cállense! —vociferó con la voz ahogada. Las voces detuvieron su parloteo y decenas de ojos repararon él y en su trémulo hablar. El llanto de un recién nacido se escuchó de fondo, deshaciéndose efímeramente del silencio que reinaba en las calles—. ¡Calla a esa criatura o le disparo!
Aunque él sabía más que nadie que nunca podría concretar su amenaza, Carlos D'Amico era pura palabrería. El grito espantado de la mujer que cargaba con el bebé se escuchó y ésta salió despavorida hacia una vivienda, tratando desesperadamente de calmar al pequeño. Carlos continuó su camino, siendo seguido por las miradas estupefactas de los que estaban presentes durante su arranque de ira.
Divisó a su chofer y le hizo una señal para que pusiera el auto en marcha. El conductor asintió y se dirigió hacia la puerta del coche.
Mas no pudo llegar a ella.
Una patrulla de policía hizo aparición en el mismo instante en el que Carlos se disponía a ingresar a su auto. Los oficiales dentro de ella salieron veloces y le apuntaron a él y a su chofer.
—¡Suba las manos y arrodíllese! —exclamó uno de ellos hacia Carlos. Él bufó, sonriendo burlón hacia el policía. Negó con desaprobación en dirección al otro hombre, mientras observaba cómo arrestaba a su conductor—. ¡Haga lo que le dije, señor D'Amico! No me obligue a usar la fuerza bruta.
Se encongió de hombros y alzó las manos, para después posar sus rodillas en el pavimento. El hombre bajó su arma y se acercó a él con unas esposas. Lo levantó del suelo por los brazos y esposó sus muñecas detrás de su espalda.
Ya se imaginaba los titurales de la mañana siguiente.
«Carlos D'Amico es arrestado a solo días de la muerte de su padre».
Una sonrisa acudió a sus labios ante el pensamiento.
***
La puerta de la sala se abrió por completo, proclamando la llegada de alguien más. Carlos levantó la mirada, encontrándose con un hombre alto y delgado que entró acompañado por otro más robusto y bajo. Ambos se le aproximaban a él con expresiones severas e intimidantes.
Tomaron asiento en las sillas delante él, viéndose distanciado de ellos por una larga mesa de metal. Uno de ellos llevaba consigo una carpeta color mostaza, de la cual aún desconocía su contenido. Ojeó el papel amarillo con curiosidad, preguntándose internamente qué papeles o información contendría.
El carraspeo de una garganta lo sacó a flote del mar de sus pensamientos. Se encontró con unos viejos y ojerosos ojos marrones que lo miraban con escrutinio. Él solo pudo rodar los ojos, intentando disimular lo nervioso que lo colocaba la mirada de aquel señor. Suspiró, aparetando estar aburrido.
—Buenas tardes, señor D'Amico. Yo soy Silvano Galdoni y él —Señaló al más larguirucho—, es Cesare Armani.
Asintió sin mostrar mucho interés.
—¿Se puede saber por qué sus oficiales me han traído a esta pocilga? —inquirió, sus labios hicieron una visible mueca de asco mientras le daba una mirada al lugar. Colores oscuros y poca luz. Deprimente.
El hombre más rechoncho se acomodó la corbata y juntó sus manos encima de la mesa—. En una de nuestras oficinas recibimos una llamada de alguien que aseguraba que usted, señor D'Amico, se encontraba causando disturbios entre los pobladores de la avenida Trista.
Mataré al soplón, pensó con fastidio.
—Miente —soltó rápidamente. El otro hombre, el que no le había prestado atención, levantó la mirada unos segundos hacia él y apuntó cosas en una pequeña libreta que antes no había notado.
—Tenemos testigos que afirman que lo vieron precisamente a usted en esa calle, gritando a los transeúntes. ¡Incluso amenzanó con dispararle a un bebé!
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Editado: 04.07.2020