Por más que cerrara los ojos y tratara de descansar unas horas de la increíble situación que estaba viviendo, Joseph aún no lograba encontrar paz siquiera en sus pensamientos. Lo que le había ocurrido aquel día, para él, no tenía nombre. Sus párpados le cubrieron los ojos de nuevo, rememorando con molestia los sucesos que lo habían llevado a su actual humor.
La mirada suspicaz del detective Armani sobre él y sus palabras acusatorias lo albergaron en su conciencia. Gruñó, indignado ante el recuerdo de cómo lo había interrogado, insinuando descaradamente que él había sido el autor de la muerte del señor D'Amico.
Mas, aquello era improbable. Era cierto que no tenía una coartada para aquel día en específico, porque la verdad era que no tenía la memoria clara, y no podía recordar con claridad qué había hecho ese seis de agosto. Sin embargo, los detectives se empeñaban en hacerle quedar como el mero culpable del asesinato. No obstante, los oficiales no tenían nada en su contra, o alguna prueba que lo colocara en la escena del crimen.
Bufó al recordar lo que le había dicho el investigador Cesare Armani.
«Tenemos a alguien afirmando que usted es el asesino. ¿Qué tiene que decir al respecto?»
¡Por supuesto que negó rotundamente aquella inculpación! Pero le molestó de sobremanera que ellos habían decidido creerle tan grave blasfemia al mediocre de Carlos. Porque sí, él sabía que D'Amico lo había incriminado. No había que indagar mucho para discernirlo: si Joseph era visto como sospechoso, aquello le facilitaba la tarea de obtener el cargo a Carlos.
Movió su cuerpo con desgano, tratando de buscar comodidad entre sus sábanas, pero se le hacía imposible. Tuvo que comprender a duras penas que aquella noche dormir no estaba entre sus planes. Resopló mientras abría los ojos, encontrando oscuridad en todos los rincones de la fría y solitaria habitación.
Se reprochó a sí mismo no haber accedido a la invitación de Fiorella para ir a cenar esa tarde. Lo más factible era que ambos habrían terminado en su casa y él hubiera podido dormitar tranquilamente. Pero estaba tan cansado que se abstuvo a declinar de su invitación. Ahora se lamentaba no haber ido con la despampanante rubia.
Le hubiera gustado tener a la fémina frente suyo, mientras lo observaba, seductora, y se mordía los labios pintados de rojo. Sus facciones suaves y delicadas, parecidas a las un ángel. Y sus penetrantes ojos verdes contemplándolo, coquetos, a la espera de su primer movimiento. Cómo le encantaba esa mujer.
Pero él amaba más saber que la misma doncella que era su amante, también era la esposa de D'Amico. Sonrió desvergonzado.
Todo lo que es tuyo es mío, D'Amico.
Rió roncamente para sí mismo, para la negrura que forraba su alcoba y para la soledad que lo acompañaba. Dio una rápida ojeada al lugar donde se encontraba, tratando de buscar alguna actividad que lo distrajera de su insomnio. Las sombras de los muebles y pinturas que residían en el cuarto se notaban bañados con la tenue luz que ingresaba a través de las ventanas, otorgándole a los objetos un aspecto más sombrío y escalofriante. El color azul claro que cubría las paredes resaltaba, viéndose blanco ante la poca luminosidad. Sin embargo, no había nada que pudiese deshacerse de su aburrimiento.
De repente, sus ojos encontraron el pequeño estante de caoba que se apoyaba en la pared a un costado de su cama. Los libros que se posaban sobre la madera se veían llenos de polvo en la cubierta. A la mayoría de los ejemplares que poseía ya les había dado alguna que otra ojeada, menos a uno de ellos.
Su más reciente adquisición: una Biblia. La Biblia, aquella que Cassido D'Amico le había obsequiado en su testamento. Joseph estaba tan enfadado aquel día que ni siquiera se molestó en ver en su interior, y la arrojó con furia en algún recoveco de su dormitorio, sin concederle interés siquiera. Pero, en aquel momento, una retentiva de él conversando con el señor D'Amico lo asaltó.
«Una noche en el bar de su oficina, mientras él y el Don compartían un vino exquisito, éste sacó de su bolsillo un pequeño libro. De él extrajo lo que parecía ser un puro de tabaco. Al tiempo que le ofrecía uno, Cassido le susurró algo:
—Nunca subestimes el interior de las hojas, hijo. No sabes las sorpresas y beneficios que podrían traerte...»
Aquella frase revoloteó en su mente durante varios minutos, tratando de darle algún sentido a sus misteriosas palabras. La curiosidad de saber por qué el señor D'Amico tenía tan intrigante filosofía lo irrumpió. El lomo color rojo vino que detentaba el libro se volvió más brillante a medida que el merodeo acrecentaba en Joseph, invitándolo a ver en su interior.
Tras un tiempo de debatir consigo mismo el inspeccionar o no, Provenzano decidió finalmente satisfacer a su curioseo y ver dentro de la Biblia. Se deshizo de las mantas que encubrían su cuerpo y se levantó, estirándose para aliviar la tensión de sus extremidades. Se acercó con lentitud hacia la repisa cobriza, intentando ignorar los gritos de su subconsciente, el cual le advertía con clamor que algo garrafal sucedería si abría aquel libro. Mas no detendría la indagación a pesar de las exhortaciones de su mente.
Sus manos se posaron en la áspera madera, acariciando con sus dedos los bordes de la misma. Sus ojos estaban fijos en aquella cobertura roja, aún indeciso de si tomarla o no. Pero no pudo seguir mirando sin hacer nada. Así que lo hizo.
Tomó la Biblia.
Y la abrió, encontrando dentro de ella un sobre color crema. El descubrimiento de aquel papiro hizo que sus ojos se agrandaran en señal de estupefacción. Con sus dedos trémulos asió el envoltorio y corrió a sentarse a las orillas de su cama, para después rasgar con desesperación el papel. Debía saber qué había dentro.
Era una carta.
Una carta de Cassido D'Amico para él.
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Editado: 04.07.2020