La dama de blanco

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sus méritos en lo que valen. En esta casa no existe ese horrible y salvaje prejuicio inglés respecto a la situación social de un artista. He pasado tantos 
años en el extranjero que he cambiado completamente mi piel insular en lo 
que se refiere a esta opinión. Ya me gustaría poder afirmar lo mismo de la 
nobleza —palabra detestable, pero creo que es la que tengo que emplear—, de 
la nobleza de estos alrededores. Son unos pobres bárbaros ante el Arte, señor 
Hartrigt. Son gente, se lo puedo asegurar, que hubieran quedado boquiabiertos 
de asombro si hubiesen visto a Carlos V recoger con sus manos los pinceles de 
Tiziano. ¿Quiere usted tener la amabilidad de poner estas monedas en el 
bargueño y darme otro cajón? Dado el estado precario de mis nervios 
cualquier esfuerzo es para mí un trastorno indecible. Así es. Gracias. 
Como una puesta en práctica de la liberal teoría social que el señor Fairlie 
se había dignado aclararme, aquella fría demanda no pudo menos de hacerme 
gracia. Devolví un cajón a su sitio y le entregué otro con toda la deferencia de 
que fui capaz. Inmediatamente él volvió a juguetear con sus monedas y 
cepillos; y al mismo tiempo que hablaba no dejaba de contemplarlas con 
lánguida admiración. 
—Mil gracias y mil perdones. ¿Le gustan las monedas? Así es. Estoy 
encantado de que tengamos otra afición común además de nuestra inclinación 
por el Arte. Y ahora hablando de la parte pecuniaria de nuestro trato, dígame, 
¿le parece satisfactorio? 
—Completamente satisfactorio, señor Fairlie. 
—Me alegro. ¿Qué más? ¡Ah, sí! Ya me acuerdo. Hablando de su 
amabilidad en beneficiarme con sus conocimientos del Arte, al final de la 
primera semana mi administrador se entrevistará con usted para complacerle 
en todo lo que le parezca necesario. ¿Algo más? ¿No le parece curioso? Tenía 
mucho más que decirle y parece que lo he olvidado todo. ¿Quiere usted tocar 
esa campanilla? En aquel rincón. Así es. Gracias. 
Llamé y apareció, sin hacer el menor ruido, otro criado, que parecía 
extranjero, con una sonrisa fija en los labios y el pelo irreprochablemente 
peinado, un ayuda de cámara de pies a cabeza. 
—Louis —dijo el señor Fairlie limpiándose con aire soñador las puntas de 
los dedos con uno de sus minúsculos cepillos para las monedas—, esta 
mañana hice algunas anotaciones en mis tablillas. Búsquelas. Mil perdones, 
señor Hartright. Me temo que se aburre conmigo. 
Como volvió a cerrar cansadamente los ojos antes de que pudiera 
contestarle, y como, en efecto, me aburría muchísimo, permanecí en silencio 
contemplando la Virgen con el Niño de Rafael. Mientras tanto, el criado había 
salido y había vuelto trayendo un pequeño libro con tapas de marfil. El señor Fairlie se reconfortó lanzando un débil suspiro, abrió el libro con una mano y 
con la otra hizo un signo a su criado de que esperase nuevas órdenes, 
levantando el cepillito. 
—Sí, esto es —dijo, después de consultar sus notas —Louis, saca aquella 
carpeta...— se refería a una serie de carpetas colocadas en unos estantes de 
caoba cerca de la ventana—. No, no, la verde, en ésta están mis aguafuertes de 
Rembrandt, señor Hartright. ¿Le gustan los aguafuertes? ¿Sí? Cuánto me 
alegro de que tengamos otra afición en común. La carpeta de tapas rojas. 
Louis. ¡Que no se te caiga! Señor Hartright, si Louis tirara esta carpeta no 
tiene usted idea de la tortura que supondría para mí. ¿Estará segura sobre esa 
silla? ¿Cree usted que lo estará, señor Hartright? ¿Sí? Pues me alegro. Me hará 
el favor de mirar estos grabados si de verdad cree que están seguros. Louis, 
vete. Pero que burro eres. ¿No ves que tengo las tablillas en la mano? ¿Crees 
que me gusta tenerlas? ¿Por qué no me libras de este peso antes de que te lo 
diga? Mil perdones, señor Hartright, los criados suelen ser tan burros, ¿no cree 
usted? Dígame qué le parecen los dibujos. Proceden de una subasta y se 
encuentran en un estado escandaloso. Me pareció que apestaban a los dedos de 
los horrendos chamarileros cuando los vi la última vez. ¿Podría usted 
restaurarlos? 
Aunque mi olfato no era tan sutil como para detectar el olor de los dedos 
plebeyos que tanto había ofendido las nobles narices del señor Fairlie, estaba 
suficientemente educado como para apreciar en todo su valor los dibujos que 
tenía en la mano. Casi todos ellos eran muestras realmente exquisitas de 
acuarelas inglesas, y desde luego merecían mucho mejor trato que el que 
habían recibido en manos de su dueño anterior. 
—Estos dibujos —dije—, necesitan una limpieza y restauración totales, y 
creo que merece la pena... 
—Dispense —interrumpió el señor Fairlie—. ¿Me permite que cierre los 
ojos mientras habla? Hasta esta luz se me hace irresistible. ¿Decía usted?... 
—Le decía que merece la pena dedicarles todo el tiempo y el trabajo... 
De repente el señor Fairlie abrió los ojos y con expresión de sobresalto y 
angustia miró hacia la ventana. 
—Le suplico me perdone —murmuró débilmente—, pero creo haber oído 
gritos de chiquillos en el jardín. ¡En mi jardín particular! Justamente debajo de 
esta ventana... 
—No lo puedo decir, señor Fairlie. No he oído nada. 
—Le quedaría muy agradecido. Ha sido usted tan indulgente con mis 
pobres nervios... le quedaría muy agradecido si abriese usted un poquito la persiana... No deje que me dé el sol; ¡señor Hartright! ¿Ha subido ya la 
persiana? ¿Será tan amable de mirar el jardín y comprobar si hay alguien 
abajo? 
Cumplí aquel deseo. El jardín estaba cercado con sólidas tapias. En 
ninguna parte de aquel sagrado recinto se veían rastros de ser humano alguno, 
grande o pequeño. Comuniqué aquella feliz nueva al señor Fairlie. 
—Mil gracias. Sería una aprensión mía. Afortunadamente no hay niños en 
esta casa, pero los criados (que han nacido sin sistema nervioso) son capaces 
de traer a los del pueblo. Son tan necios, ¡Dios mío si lo son! ¿Se lo confesaré, 
señor Hartright? Estoy deseando que haya una reforma en la constitución de 
los niños. Parece que la Naturaleza los ha concebido con la única intención de 
crear máquinas que produzcan ruidos incesantes. A buen seguro que el 
propósito de nuestro delicioso Rafael es infinitamente preferible. 
Dijo esto señalando el cuadro de la Virgen, en cuya parte superior se veían 
los angelitos convencionales del arte italiano cuyas barbillas reposaban sobre 
redondas nubes amarillas. 
—¡Una familia absolutamente ejemplar! —dijo el señor Fairlie 
contemplando aquellos querubines—. Qué hermosas caritas redondas, qué 
hermosas alas tan ligeras..., y nada más. ¡Fuera las piernas sucias que corren y 
se meten en todos los rincones y ni asomos de pequeños pulmones 
vociferantes! ¡Cuán inconmensurablemente superior a la constitución existente 
de niños! Voy a cerrar un poco los ojos si me lo permite. ¿Puede usted 
realmente restaurar los dibujos? Me alegro. ¿Tenemos que acordar algo más? 
Si es así, creo que lo he olvidado ¿Llamaremos a Louis otra vez? 
Como yo tenía tantas ansias como, según parecía, el señor Fairlie por 
terminar aquella entrevista cuanto antes, decidí suprimir la intervención del 
criado y encargarme yo mismo de la deseada solución. 
—Me parece que lo único que queda por tratar, señor Fairlie —dije— es el 
plan que quiere usted que siga con las señoritas para enseñarles a pintar 
acuarela. 
—¡Ah, es verdad! —dijo el señor Fairlie— y bien quisiera tener suficiente 
energía para tratar ese punto, pero no puedo. Las mismas señoritas, que son las 
que van a disfrutar de sus amables servicios, deben acordarlo, decidir. Mi 
sobrina es una entusiasta de este arte encantador, señor Hartright. Ya tiene 
suficientes conocimientos para juzgar sus propios defectos. Por favor, 
esmérese usted con ella. Bueno ¿queda algo más? No. Creo que estamos de 
acuerdo en todo, ¿verdad? No tengo derecho a detenerle más en sus deliciosas 
tareas. Me alegro de haber solucionado todas las cuestiones. Es un descanso 
haber tratado tantos asuntos. ¿Podría usted llamar a Louis para que le lleve a su estudio esa carpeta? 
—Si usted me lo permite la llevaré yo mismo, señor Fairlie. 
—¿Usted mismo? ¿Tendrá bastante fuerza? ¡Qué delicia tener tanta fuerza! 
¿Está seguro de que no la dejará caer? Me alegro de tenerlo a usted en 
Limmeridge, mis dolencias no me permiten esperar que pueda disfrutar mucho 
de su compañía. Sea amable y procure cerrar las puertas sin ruido y no deje 
caer la carpeta. Gracias. Cuidado con las cortinas, se lo suplico. El menor 
ruido de la tela se me clava como si fuera un cuchillo. ¡Buenos días!... 
Cuando volvió a caer la cortina verde y cerré tras de mí las dos puertas 
forradas de paño me detuve un momento en el hall circular y dejé escapar un 
largo suspiro de placentero alivio. Al encontrarme fuera del cuarto del señor 
Fairlie me sentía como si acabara de salir a la superficie del mar después de 
haber estado sumergido en sus profundidades. 
En cuanto me vi confortablemente instalado en mi agradable estudio me 
forjé el decidido propósito de no volver jamás a dirigir mis pasos hacia las 
habitaciones del amo de la casa, excepto en el caso —altamente improbable— 
de que él me honrase de nuevo con la invitación expresa de que le hiciera una 
visita. Una vez establecido este plan de conducta con respecto al señor Fairlie 
recobré la serenidad de mi ánimo que durante algún tiempo me había robado 
mi nuevo amo con su altiva familiaridad y su cortesía insolente. El resto de la 
mañana lo pasé con cierta placidez, revisé las acuarelas, ordenándolas por 
series, recortando sus bordes destrozados y haciendo otros preparativos 
necesarios para emprender la definitiva restauración. Quizá hubiera podido 
trabajar más en todo ello, pero a medida que se acercaba la hora del almuerzo 
me iba poniendo nervioso, intranquilo e incapaz de fijar mi atención en nada, 
incluso en una labor tan mecánica y simple como aquélla. 
Cuando a las dos bajé al comedor sentía cierta ansiedad. Volver a entrar en 
aquella parte de la casa significaba para mí resolver algunas expectativas de 
cierta importancia. Iba a conocer a la señorita Fairlie, y si la revisión de la 
señorita Halcombe de las cartas de su madre había dado el resultado que 
esperaba, llegaría también el momento de aclarar el misterio de la dama de 
blanco. 

Al entrar en el comedor hallé a la señorita Halcombe y a una dama anciana 
sentadas a la mesa. 
Fui presentado a esta última, la señora Vesey, institutriz de la señorita 
Fairlie, a quien mi alegre compañera de desayuno me había descrito como un 
ser dotado de «todas las virtudes cardinales que de nada servían». No puedo 
hacer más que dar mi humilde testimonio de la veracidad con que la señorita 



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En el texto hay: misterio, mentiras, dama

Editado: 25.09.2022

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