La dama de blanco

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de manera provisional porque después de la muerte de la señora Kempe, 
tendría que dejarlas para regresar junto con su madre a casa. Accedí 
enseguida, y ese mismo día, cuando Laura y yo salimos de paseo, llevamos a 
la niña, que tiene once años, a la escuela. 
Nuevamente volvió a surgir ante nosotros la figura grácil y esplendorosa 
de la señorita Fairlie envuelta en su níveo traje de muselina; su cara estaba 
deliciosamente enmarcada por los pliegues del pañuelo que había anudado 
bajo la barbilla. Una vez más la señorita Halcombe esperó a que se alejara 
para seguir leyendo. 
«Me he encaprichado locamente, Philippe, con mi nueva discípula por una 
razón que te diré al final y que será una sorpresa para ti. La madre me ha 
hablado tan poco de su hija como de sí misma y he tenido que descubrir yo 
sola (el mismo día de comenzar las clases, cuando empecé a preguntarle) que 
la pobre criatura no está desarrollada intelectualmente como corresponde a su 
edad. En vista de ello me la he traído a casa al día siguiente y he llamado al 
médico con la mayor reserva para que la observe, la interrogue y me diga 
cómo la encuentra. Su opinión es que se le pasará con el tiempo. Pero dice que 
es de gran importancia el sistema de enseñanza que se emplee con ella en la 
escuela, porque su extrema lentitud en aprender cosas nuevas implica una 
extraordinaria tenacidad para retenerlas cuando hayamos conseguido que su 
mente las haya asimilado. Y ahora, amor mío, no vayas a figurarte con tu 
acostumbrada ligereza que me he encariñado con una retrasada mental. Esta 
pobre Anne Catherick es una niña muy cariñosa, dulce y agradecida; dice 
cosas graciosas y divertidas (como podrás juzgar por ti mismo enseguida) 
cuando menos lo esperas, te mira con asombro y casi con miedo. Aunque va 
siempre muy limpia, las ropas que lleva son de mal gusto, tanto en el color 
como en el corte. Así que ayer dispuse que arreglasen para Anne Catherick 
algunos de los viejos vestidos y sombreros blancos de nuestra querida Laura. 
Le expliqué que a las niñas pequeñas que tienen su tez, el blanco les sienta 
mejor que ningún otro color y las hace parecer más limpias. Durante un 
minuto estuvo callada, visiblemente turbada, luego se puso colorada y pareció 
haber comprendido. Su pequeña mano se aferró a la mía. La besó, Philip, y me 
dijo con gravedad, con mucha gravedad: «Vestiré de blanco mientras viva. Así 
me acordaré de usted, señora, y pensaré que sigue queriéndome aunque me 
vaya de aquí y no la vea más» Ésta es sólo una muestra de las muchas cosas 
extrañas que dice con tanta gracia. ¡Pobrecita mía! Le haré una colección de 
trajes blancos con grandes dobladillos para que le sirvan cuando crezca.» 
La señorita Halcombe calló y me miró por encima del piano. 
—La mujer solitaria que encontró en la carretera ¿era joven? ¿Podría tener 
veintidós o veintitrés años? —me preguntó.

 

—Sí, señorita Halcombe; era de esta edad. 
—¿Y vestía de forma extraña, toda de blanco, de pies a cabeza? 
—Toda de blanco. 
En el momento en que salía de mis labios la respuesta, la señorita Fairlie 
pasó ante la puerta por tercera vez, pero en lugar de seguir paseando se detuvo, 
dándonos la espalda, apoyada sobre la balaustrada de la terraza y 
contemplando el jardín. Mi mirada resbaló por el blanco resplandor de su traje 
de muselina y del tocado, rutilantes bajo la luz de la luna, y una sensación que 
no consigo expresar, una sensación que aceleró los latidos de mi corazón y 
cortó mi respiración, se apoderó de mí. 
—¿Toda de blanco? —repetía la señorita Halcombe—. La parte más 
importante de la carta es la última, señor Hartright, la que le voy a leer ahora. 
Pero no puedo por menos de insistir en la coincidencia del traje blanco de la 
mujer que usted encontró y los vestidos blancos que inspiraron esta extraña 
respuesta en la pequeña discípula de mi madre. El doctor pudo haberse 
equivocado 
cuando al descubrir el retraso mental de la niña, predijo que se le pasaría 
con el tiempo. Probablemente no se le pasó nunca y su antiguo capricho de 
expresar su gratitud vistiéndose de blanco, que fue un sentimiento profundo en 
la niña, probablemente sigue siéndolo en la mujer. 
Contesté con pocas palabras y ni sé lo que dije. Toda mi atención se 
concentraba en el blanco reflejo del traje de muselina de la señorita Fairlie. 
—Escuche el último párrafo de la carta —dijo la señorita Halcombe—. Le 
va a sorprender; estoy segura. 
Cuando ella levantó la carta a la luz de la vela, la señorita Fairlie se volvió 
de espaldas a la balaustrada, miró hacia un lado y otro de la terraza como 
dudando qué hacer, dio un paso hacia la puerta, y se detuvo mirándonos. 
Entre tanto la señorita Halcombe me leía el último párrafo de la carta: 
«Y ahora, amor mío, viendo que se me acaba el papel, te diré la verdadera 
razón asombrosa de mi cariño por la pequeña Anne Catherick. Querido Philip, 
aunque no sea ni la mitad de bonita, es, sin embargo, por uno de esos 
fenómenos casuales de parecido que se hallan a veces, el retrato viviente, por 
el cabello, por el tono de su tez, por el color de sus ojos y el óvalo de su 
cara...» 
De un salto me levanté de la otomana antes de que la señorita Halcombe 
hubiese terminado la frase. La misma sensación escalofriante recorrió mi 
cuerpo, como en aquel momento en que en el desértico camino real de 
Londres una mano se posó sobre mi hombro.

 

 

¡Allí estaba la señorita Fairlie, una figura blanca y solitaria iluminada por 
la luz de la luna, y en su actitud, en la inclinación de su cabeza, en el color y 
en el óvalo de su rostro veía ya la imagen viviente, a aquella distancia, y en 
tales circunstancias, de la mujer de blanco! La duda que había turbado mi 
mente horas y horas atrás, en un instante se volvió certidumbre. Aquel «algo 
que faltaba» era mi inconsciente convicción del ominoso parecido entre la 
fugitiva del sanatorio y mi discípula de Limmeridge. 
—¡Lo ve usted! —dijo la señorita Halcombe. Dejó caer la carta, que ya era 
inútil, sus ojos brillaban al encontrarse con los míos—. Lo está viendo ahora 
como lo vio mi madre hace once años. 
—Lo veo... aunque no puedo decirle cuán a pesar mío. El solo hecho de 
asociar la imagen de aquella mujer desamparada, abandonada, perdida aunque 
no sea más que por el parecido casual, con la señorita Fairlie, me parece como 
proyectar una sombra sobre el futuro de la radiante criatura que nos 
contempla. Ayúdeme a disipar esta impresión tan pronto como pueda... 
¡Llámela, sáquela de esa funesta luz de la luna!... ¡Por favor, dígale que venga! 
—Señor Hartright, me sorprende usted. Sean lo que sean las mujeres, yo 
creía que los hombres del siglo diecinueve estaban por encima de las 
supersticiones. 
—¡Llámela, por favor! 
—¡Chis! Ella viene sin que la llamemos. No diga nada en su presencia. 
Que sea un secreto entre usted y yo este parecido que hemos descubierto. Ven, 
Laura; ven y despierta con el piano a la señora Vesey. El señor Hartright está 
clamando por la música y ahora la quiere alegre y ligera, lo más alegre posible. 

Así terminó mi primera jornada en Limmeridge, después de un día lleno de 
emociones. 
La señorita Halcombe y yo guardamos nuestro secreto. Después de haber 
descubierto aquel extraordinario parecido yo ya no esperaba que ninguna otra 
luz aclarase el misterio de la mujer de blanco. En la primera oportunidad que 
se le presentó, la señorita Halcombe llevó con cautela la conversación a los 
viejos tiempos e hizo que su hermanastra hablase de su madre y de Anne 
Catherick. Pero los recuerdos de la señorita Fairlie respecto a la pequeña eran 
sumamente vagos e imprecisos. Evocaba el parecido entre ella y la alumna 
favorita de su madre como algo supuestamente existente en el pasado, pero no 
dijo nada del regalo de los trajes blancos ni de las palabras singulares con que 
la niña había expresado torpemente su gratitud por ello. Recordaba que Anne 
había permanecido tan sólo unos meses en Limmeridge, y que luego regresó a su casa de Hampshire, pero no tenía idea de si la madre y la hija volvieron 
alguna vez a Limmeridge o de si se supo algo de ellas. Las investigaciones de 
la señorita Halcombe, leyendo las pocas cartas de su madre que quedaban sin 
revisar, fueron inútiles para disipar la incertidumbre que nos consternaba 
tanto. Habíamos identificado a la desventurada mujer que yo encontré aquella 
noche como Anne Catherick, por tanto algo habíamos adelantado relacionando 
la probable anormalidad y retraso en el cerebro de la pobre niña con su extraña 
inclinación por vestirse toda de blanco y con su gratitud infantil, que conservó 
durante todos aquellos años hacia la señora Fairlie, y ahí, por lo que sabíamos, 
los resultados de nuestra investigación terminaban. 
Transcurrieron los días, pasaron las semanas, y las huellas doradas del 
otoño empezaron a notarse entre el follaje verde de los árboles. ¡Qué tiempos 
tan apacibles y felices y qué rápidos volaron! Ahora mi historia resbala sobre 
ellos como ellos resbalaron sobre mí entonces. De todos los tesoros de goces y 
delicias que derramasteis sobre mi corazón con tanta liberalidad, ¿qué es lo 
que me queda que tenga interés y valor bastante para apuntarlo en estas 
páginas? Nada. Tan sólo la más triste de todas las confesiones que pueda hacer 
un hombre. La confesión de su locura. 
Hablar del secreto que descubre esta confesión no requiere esfuerzos, 
porque de forma indirecta se me había escapado ya en mi anterior relato. Las 
pobres y débiles palabras que no fueron capaces de describir a la señorita 
Fairlie han conseguido traicionar las sensaciones que despertó ella en mí. A 
todos nos sucede lo mismo: nuestras palabras parecen gigantes cuando pueden 
perjudicarnos y resultan pigmeos cuando intentan prestarnos un buen servicio. 
Yo la amaba. 
¡Dios mío! ¡Cómo me doy cuenta de toda la tristeza y sarcasmo que se 
encierran en estas tres palabras! Puedo lanzar un suspiro sobre mi lúgubre 
confesión como la más emotiva mujer que lea estas líneas y que me 
compadezca. Puedo reírme con la misma actitud con que el más duro de los 
hombres la alejaría de sí con desprecio. ¡La amaba! Sentid conmigo o 
despreciadme, lo confieso con la misma resolución inconmovible del que 
posee una verdad. 
¿No existía disculpa para mí? De seguro que se podría encontrar alguna, 
teniendo en cuenta las condiciones en las que prestaba mis servicios en 
Limmeridge. 
Las horas de la mañana transcurrían mansamente en la quietud y 
retraimiento de mi estudio. Tenía bastante trabajo con restaurar los dibujos de 
mi patrono, labor que ocupaba gratamente a mis ojos y a mis manos mientras 
que la imaginación quedaba libre para deleitarse con el lujo pernicioso de sus 
pensamientos desenfrenados. Peligrosa soledad que se prolongaba lo suficiente como para enervarme y no lo bastante para fortalecerme. Peligrosa 
soledad a la que seguían tardes y noches, día tras día y semana tras semana, 
que me permitían gozar a mí solo de la compañía de dos mujeres, una de las 
cuales poseía gracia, inteligencia y una educación refinada, y la otra reunía 
todo el encanto de la belleza, de la dulzura y sinceridad que pueden conquistar 
y purificar el corazón de un hombre. No pasó un día de esta peligrosa 
intimidad del profesor con sus discípulas en el que mis manos no estuvieran 
muy cerca de las de la señorita Fairlie y mi mejilla no rozase casi con la suya 
cuando juntos nos inclinábamos sobre su álbum de dibujos. Cuanto más 
atentamente observaban ellas los movimientos de mis pinceles, más 
profundamente respiraba yo el perfume de sus cabellos y la fragancia cálida de 
su aliento. Una parte de mi obligación consistía en vivir bajo la luz de sus 
ojos, y a veces cuando me inclinaba sobre su seno, tan cerca, temblaba ante la 
idea de tocarla; otra, sentirla inclinarse sobre mí para ver lo que yo le señalaba, 
cuando su voz se apagaba para decirme alguna cosa y los lazos de su pamela 
acariciaban mi rostro llevados por el viento antes de que pudiese retirarlos. 
Las veladas que seguían a estas excursiones pictóricas de la tarde variaban, 
más bien que refrenaban, estas inocentes e inevitables familiaridades. Mi 
entusiasmo natural por la música, que ella interpretaba con tanta sensibilidad y 
con tal femenina ternura, y su lógico deseo de devolverme con su arte los 
placeres que yo le proporcionaba con el mío, formaban otra cadena que nos 
unía más y más. Los incidentes de la conversación, la simple costumbre que 
supone una cosa tan sencilla como nuestros sitios en la mesa, las bromas de la 
señorita Halcombe, que se burlaba siempre de su entusiasmo como alumna y 
de mi afán por cumplir como maestro, la inofensiva aprobación somnolienta 
de la pobre señora Vesey con la que nos unía a la señorita Fairlie y a mí en el 
modelo de jóvenes que jamás la perturbábamos..., cada una de estas 
nimiedades y otras muchas conseguían envolvernos a los dos en una atmósfera 
familiar y nos conducían imperceptiblemente al mismo final sin escapatoria. 
Debí haber recordado siempre mi posición y haberme mantenido 
secretamente alerta. Así lo hice, pero cuando ya era demasiado tarde. Toda la 
discreción, toda la experiencia que me habían asistido cuando se trató de otras 
mujeres y que me sostuvieron contra diversas tentaciones, me abandonaron 
frente a ésta. Desde hacía años esto había sido mi profesión: encontrarme en 
tan estrecho contacto con muchachas jóvenes de distintas edades y más o 
menos guapas. Yo había aceptado estas situaciones como parte de mi oficio, 
consiguiendo dejar todos los sentimientos propios de mi edad en los suntuosos 
vestíbulos de mis patronos con la misma frialdad con que dejaba mi paraguas 
antes de subir a sus estancias. Aprendí y comprendí hacía mucho tiempo con 
toda indiferencia y como un hecho consumado, que mi situación en la vida 
podía considerarse suficiente garantía de que cualquier sentimiento que 
pudiera despertar en mis alumnas no podía ser más que mero interés, y sabía



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En el texto hay: misterio, mentiras, dama

Editado: 25.09.2022

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