La dama de blanco

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que se me admitía entre las más bellas y cautivadoras mujeres de la misma 
manera con que se admite la presencia de un inofensivo animal doméstico. 
Este provechoso conocimiento me había llegado muy pronto, y me había 
guiado firme y rectamente por mi angosta senda miserable y estrecha, 
impidiéndome apartarme nunca de ella, desviarme a la derecha o a la 
izquierda. Y ahora mi cotizado talismán y mi propia persona estábamos 
separados por primera vez. Sí, el dominio de mí mismo, que había adquirido 
con tanto esfuerzo, lo había perdido por completo como si nunca lo hubiera 
poseído; lo había perdido como lo pierden cada día otros hombres en otras 
tantas situaciones críticas a las que las mujeres los abocan. Me doy cuenta 
ahora de que debía haberme controlado desde el principio. Debía haberme 
preguntado: ¿Por qué en cualquier cuarto de la casa me sentía mejor que si 
estuviera en mi propio hogar cuando ella entraba, y me parecía tan árido como 
vacío cuando lo abandonaba? ¿Por qué advertía y recordaba siempre las más 
insignificantes variaciones en su atavío como nunca había advertido ni 
recordado las de ninguna otra mujer? ¿Por qué la miraba, la escuchaba y la 
tocaba (cuando nos dábamos la mano mañana y tarde) como jamás había 
mirado, escuchado ni tocado a mujer alguna en mi vida? Debí haber escrutado 
mi propio corazón para descubrir estos brotes nuevos y arrancarlos al nacer. 
¿Por qué esta labor tan fácil y sencilla de cuidar de mí mismo me resultaba 
demasiado trabajosa? La explicación ya está escrita con aquellas tres palabras 
que me han bastado y sobrado para hacer mi confesión. Yo la amaba. 
Pasaron días, transcurrieron semanas, hacía ya casi dos meses de mi 
llegada a Cumberland. La monotonía deliciosa de la vida que llevábamos a 
nuestro apacible retiro me arrastraba como una suave corriente arrastra al 
nadador que descansa sobre sus olas. Todo recuerdo del pasado, todo 
pensamiento del futuro, toda consciencia de lo falso y desesperado de mi 
situación callaban dentro de mí, sumergidos en traicionera calma. Las sirenas 
que cantaban en mi propio corazón habían cerrado mis ojos y mis oídos ante el 
peligro y yo navegaba a la deriva acercándome a los nefastos escollos. La 
advertencia que por fin me despertó, que me llenó de conciencia acuciante y 
acusadora de mi propia debilidad, fue la más clara, sincera y grata puesto que 
me llegaba silenciosamente de ella. 
Fue una noche en que nos despedimos como siempre. Ni aquella vez ni 
antes había pronunciado una sola palabra que pudiese traicionar mis 
sentimientos o sorprenderla con la revelación de la verdad. Pero cuando nos 
volvimos a ver a la mañana siguiente, el cambio que observé en ella me lo dijo 
todo. 
Yo rehuía entonces —y sigo rehuyendo ahora— penetrar en el santuario 
inviolable de su corazón y dejarlo al descubierto ante los extraños como he 
dejado el mío. Me limitaré a decir que el momento en que ella adivinó mi secreto fue, y estoy firmemente convencido de ello, el mismo en que ella 
adivinó el suyo, el momento que le hizo cambiar de la noche a la mañana su 
actitud frente a mí. Si era demasiado noble para engañar a nadie, también lo 
era para engañarse a sí misma. Cuando brotó en su corazón la duda que yo 
había hecho callar en el mío, su sinceridad se impuso y dijo con su habitual 
lenguaje franco y sencillo: «Lo siento por él y por mí». 
Yo no supe entonces comprender esto ni otras cosas que declaraban sus 
miradas. Pero comprendí muy bien el cambio de su trato, más amable, más 
dispuesta a complacer mis deseos, y también más distante y triste, buscaba con 
ansiedad cualquier ocupación en que concentrarse cuando nos quedábamos a 
solas. Comprendí por qué entonces aquellos labios finos y sensibles sonreían 
tan poco y como a la fuerza, y por qué aquellos transparentes ojos azules me 
miraban a veces con la piedad de un ángel y otras con el pasmo inocente de los 
niños. Pero la transformación de Laura llegaba aún a más. Había frialdad en su 
mano, una rigidez innatural en su rostro, en todos sus movimientos traslucía 
un temor permanente y un reproche insistente hacia sí misma. Aquellos no 
eran los indicios ocultos que podían descubrir en ella o en mí que sentíamos 
algo en común. El cambio que en ella se había producido conservaba algo de 
aquella atracción secreta que existía entre nosotros, pero también había en él 
otra fuerza secreta que empezaba a separarnos. 
Lleno de dudas y perplejidades, de una vaga intuición de que con mis 
propias fuerzas y sin ayuda de nadie debía descubrir algo que se me ocultaba, 
presté más atención a lo que hacía y decía la señorita Halcombe esperando 
encontrar una indicación. Dentro de la intimidad en que vivíamos era 
imposible que se produjesen cambios graves en cualquiera de nosotros sin que 
los demás los advirtiesen. El cambio de la señorita Fairlie se reflejaba en su 
hermanastra. Aunque a la señorita Halcombe no se le escapó ni una palabra 
que indicase que sus sentimientos hacia mí habían cambiado, sus ojos 
penetrantes me observaban ahora sin cesar. A veces aquellas miradas suyas 
parecían descubrir una cólera contenida; otras veces, un contenido temor; otras 
no expresaba nada que yo pudiera comprender. Transcurrió otra semana, en la 
que a los tres nos envolvió una violencia secreta. Mi situación agravada por el 
reconocimiento, que se despertaba en mí demasiado tarde, de mi miserable 
flaqueza y de mi irreflexión, se hacía insoportable. 
Sentía que debía cortar de una vez y para siempre aquella opresión en que 
vivía, pero estaba fuera de mi alcance el decidir la manera de actuar con 
eficacia o de hablar con oportunidad. 
La señorita Halcombe fue quien me libró de aquella situación desesperada 
y humillante. Sus labios me dijeron la verdad amarga, inesperada y necesaria; 
su bondad cordial me sostuvo en aquel choque horrible; su sensatez y su valor 
se impusieron al peor suceso que pudo acontecerme a mí y al resto de los moradores de Limmeridge. 

Aquel jueves se cumplían los tres meses de mi llegada a Cumberland. 
Cuando bajé a desayunar a la hora de siempre y por primera vez desde que 
la conocí, no estaba la señorita Halcombe en su sitio habitual. 
La señorita Fairlie estaba en el jardín. Me saludó desde lejos, pero no se 
acercó a mí. Ni ella ni yo habíamos dicho una palabra que pudiera haber 
alterado nuestras relaciones, y, sin embargo, palpamos aquella especie de 
violencia que nos hacía temblar y evitar encontrarnos a solas. Así, pues, ella 
esperó fuera y yo dentro hasta que llegasen la señora Vesey o la señorita 
Halcombe. ¡Con qué rapidez me hubiese acercado a ella quince días antes, con 
qué alegría nos hubiéramos estrechado la mano y con qué naturalidad nos 
hubiéramos entregado a nuestra charla habitual! 
A los pocos minutos entró la señorita Halcombe. Parecía preocupada, y se 
disculpó por el retraso con un aire distraído. 
—Me ha detenido el señor Fairlie —dijo— quería discutir conmigo un 
asunto doméstico. 
La señorita Fairlie regresó del jardín y nos saludamos como siempre. Me 
sobresaltó el helor de su mano, más intenso que nunca. No me miraba y estaba 
muy pálida. Hasta la señora Vesey lo notó cuando entró en el comedor un 
momento después. 
—Creo que es el cambio del viento —dijo—. Ya llega el invierno, ay 
querida mía, ¡ya llega el invierno! 
¡Para su corazón y para el mío el invierno ya había llegado! 
Nuestros desayunos, antes tan animados por las discusiones y planes sobre 
lo que íbamos a hacer durante el día eran ahora rápidos y silenciosos. La 
señorita Fairlie parecía agobiada por los largos silencios en la conversación y 
miraba suplicante a su hermana esperando que dijese algo. Dos o tres veces 
me pareció que la señorita Halcombe estuvo a punto de hablar, pero no se 
decidió, una cosa insólita en ella, y, por fin dijo: 
—Laura... he hablado con tu tío esta mañana y cree que el cuarto rojo es el 
más apropiado; además, me confirma lo que yo te dije. Es el lunes, no el 
martes. 
Mientras hablaba, Laura mantenía la mirada fija en la mesa. Sus manos 
jugueteaban nerviosamente con las migajas del pan desparramadas sobre el 
mantel. La palidez de su rostro se extendió hasta sus labios, que empezaron a 
temblar. No fui yo solo quien notó estas alteraciones. La señorita Halcombe las vio también y en seguida se levantó de la mesa obligándonos a seguir su 
ejemplo. 
La señorita Fairlie y la señora Vesey salieron juntas del comedor. Los 
dulces y tristes ojos azules se posaron en mí un instante como si quisiera 
darme una última y eterna despedida. Sentí cómo mi corazón le respondía con 
un dolor punzante, un dolor que me anunciaba que pronto iba a perderla y que 
su pérdida sólo haría mi amor más profundo. 
Miré hacia el jardín cuando la puerta se cerró tras ella. La señorita 
Halcombe estaba de pie junto al ventanal que daba al parque, con su sombrero 
en la mano, y su chal doblado en el brazo, observándome con atención. 
—¿Puede usted dedicarme unos minutos —me preguntó— antes de 
comenzar su trabajo? 
—Por supuesto, señorita Halcombe. Siempre tengo tiempo disponible para 
usted. 
—Tengo que hablarle a solas, señor Hartright. Coja el sombrero y vayamos 
al jardín. A estas horas no creo que nos estorbe nadie. 
Al salir nos tropezamos con un ayudante del jardinero —un niño casi— 
que venía hacia la casa con una carta en la mano. La señorita Halcombe le 
detuvo. 
—¿Es para mí esa carta? —le preguntó. 
—No, señorita; aquí pone que es para la señorita Fairlie— contestó el 
muchacho mostrando la carta. 
La señorita Halcombe la cogió y miró el sobre. 
—No conozco esta letra —se dijo a sí misma—. ¿Quién podría escribir a 
Laura?... ¿Dónde te la dieron? —continuó dirigiéndose al jardinero. 
—Verá, señorita —dijo el muchacho—. Me la ha dado ahora mismo una 
mujer. 
—¿Qué mujer? 
—Una mujer vieja. 
—¿Una vieja? ¿Tú la conoces? 
—No podría decir que la haya visto antes. 
—¿Por qué camino se fue? 
—Por allí —dijo el aprendiz del jardinero volviéndose con resolución 
hacia el sur y señalando toda la parte meridional de Inglaterra con un generoso 
movimiento de la mano.



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En el texto hay: misterio, mentiras, dama

Editado: 25.09.2022

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