La dama de blanco

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RELATO DE MARIAN HALCOMBE 
EXTRAÍDO DE SU DIARIO 

 

LIMMERIDGE 
Día 8 de Noviembre. 
El señor Gilmore nos abandonó esta mañana. Es evidente que su entrevista 
con Laura le ha sorprendido y apenado mucho más de lo que él quisiera 
reconocer. Me chocaron tanto su aspecto y su actitud cuando nos separamos, 
que temí que ella, sin darse cuenta, hubiera descubierto el auténtico secreto de 
su depresión y de mi intranquilidad. Esta duda me atormentaba tanto cuando 
se marchó, que decliné la invitación de pasear a caballo con Sir Percival y fui 
en vez de ello al cuarto de Laura. 
En lo referente a este difícil y lamentable asunto, experimentaba yo una 
desolada desconfianza en mí misma desde que me di cuenta de mi ignorancia 
respecto a lo fuerte que era la desdichada inclinación de Laura. Debí haber 
pensado que la delicadeza y sensibilidad y el concepto del honor que me 
habían atraído hacia el pobre Hartright, y que me habían hecho admirarle y 
respetarle con tanta sinceridad, eran precisamente las cualidades que 
resultaban más irresistibles para Laura, por su misma naturaleza sensible y 
generosa. Y sin embargo, hasta que, por su propio deseo, no me descubrió la 
verdad, no fui capaz de sospechar que este sentimiento, nuevo en ella, había 
echado tan hondas raíces. Entonces pensé que el tiempo y mis cuidados lo 
borrarían. Ahora temo que este sentimiento perdurará y alterará su vida. Y el 
descubrir que he cometido un grave error juzgándola como lo hice me hace 
dudar ahora de todo lo demás. Dudo de Sir Percival, teniendo delante las 
pruebas más palpables. Dudo incluso de hablar con Laura. Esta misma 
mañana, en fin, con la mano en el picaporte, he dudado si debería formular las 
preguntas que había venido a hacerle. 
Cuando al fin entré en su habitación la hallé paseando de un lado a otro de 
su saloncito con muestras de impaciencia. La excitación había coloreado su 
rostro; se abalanzó sobre mí antes de que pudiera pronunciar una sola palabra. 
—¡Cuánto deseaba que vinieses! —dijo—. Siéntate conmigo en el sofá... 
¡Marian!, no puedo resistir más tiempo... Debo y quiero terminar con esta 
situación. 
Había demasiado calor en sus mejillas, demasiada energía en su actitud y 
demasiada firmeza en su voz. En una mano tenía el álbum de dibujos de 
Hartright, ese libro fatal sobre el que se pasa las horas soñando siempre que 
este sola. Empecé por quitárselo con decidida suavidad y lo puse sobre una 
mesa, lejos de su mirada. 
—Cálmate y dime, querida, qué es lo que pretendes hacer —dije—. ¿Es 
que el señor Gilmore te ha aconsejado algo? 
Movió negativamente la cabeza.

 

—No, no me ha dicho nada respecto a lo que estoy pensando ahora. Fue 
muy cariñoso y muy bueno conmigo, Marian, y me da vergüenza confesarte 
que le hice pasar un mal rato, porque me eché a llorar... Soy una desgraciada, 
no consigo controlarme. Mas por mi bien y por el de todos he de tener el valor 
suficiente para terminar de una vez. 
—¿Quieres decir que necesitas valor para anular el compromiso? — 
pregunté. 
—No —repuso con sencillez—. Valor, querida, para decir la verdad. 
Me echó los brazos al cuello y ocultó la cabeza en mi pecho. En la parte 
opuesta de la habitación había un retrato de su padre. Me incliné sobre ella y 
vi que no separaba de él su mirada mientras su cabeza descansaba sobre mi 
pecho. 
—No podría pedir jamás que se anulase mi compromiso —continuó—. 
Cualquiera que sea el final, para mí será desastroso. Lo único que puedo hacer 
es no agravar el desastre anulando un compromiso olvidando así las últimas 
palabras de mi padre. 
—Entonces, ¿qué te propones? —pregunté. 
—Decir la verdad a Sir Percival; decírsela de mis propios labios — 
contestó-, y si él quiere, que me libere voluntariamente de mi promesa, y no 
porque yo se lo pida sino porque él lo sabrá todo. 
—¿Qué quieres decir con todo? A Sir Percival le bastará saber (él mismo 
me lo dijo) que el cumplimiento de este compromiso contraría tus deseos. 
—¿Cómo voy a decírselo, si fue mi padre quien estableció el compromiso 
con mi consentimiento? Yo hubiera mantenido mi promesa; sin alegría, siento 
decirlo, pero en todo caso con satisfacción... —se detuvo, volvió la cabeza 
hacia mí y apretó su mejilla contra la mía—. Yo hubiera mantenido mi 
promesa, Marian, si no hubiera invadido mi corazón otro amor que no existía 
cuando prometí a Sir Percival ser su mujer. 
—¡Laura! ¡No te rebajarás hasta el extremo de confesárselo! 
—De todos modos me rebajaría a mí misma si consiguiera la anulación a 
costa de ocultarle lo que tiene perfecto derecho a saber. 
—¡No tiene ni un ápice de derecho a enterarse! 
—Te equivocas, Marian, te equivocas. No puedo engañar a nadie, y 
todavía menos al hombre al que me prometió mi padre y a quien me prometí 
yo por mi voluntad —dijo, besándome—. Querida mía —continuó con dulzura 
—, me quieres tanto y estás tan orgullosa de mí que incluso olvidas, cuando se 
trata de mí, lo que nunca olvidarías si se tratase de ti misma. Es mejor que Sir Percival dude de los motivos que tengo y desapruebe mi conducta, a que yo 
sea hipócrita y me aproveche de una mentira para ser libre. 
Me aparté para mirarla con asombro. Por vez primera en la vida se habían 
cambiado nuestros papeles: ella estaba llena de resolución y yo vacilaba. Miré 
aquel rostro joven, pálido, triste y resignado; vi aquellos ojos rebosantes de 
amor que me miraban, el reflejo de un corazón puro e inocente, y las 
mezquinas advertencias y objeciones terrenales que tenía a flor de labios 
desfallecieron y murieron en su propio vacío. Incliné la cabeza en silencio. En 
su lugar el orgullo vil y detestable que hace mentir a muchas mujeres hubiera 
sido mi orgullo y me hubiera hecho mentir a mí también. 
—No te enfades conmigo, Marian —dijo, interpretando mal mi silencio. 
Le contesté con un estrecho abrazo, pues tenía miedo de echarme a llorar si 
hablaba. Mis lágrimas no brotaron con facilidad. Son como las lágrimas de los 
hombres, sollozos que me destrozan y asustan a cuantos me contemplan. 
—Hace muchos días que estoy pensando en esto —continuó diciendo, 
mientras toqueteaba mis cabellos con aquella infantil impaciencia de sus dedos 
que la pobre señora Vesey seguía tratando, tan paciente y tan 
infructuosamente, corregir—. He pensado en ello muy seriamente y estoy 
convencida de que no me faltará valor si mi conciencia me dice que es eso lo 
que debo hacer. Deja que le hable mañana, Marian, y delante de ti. No diré 
nada que no deba, nada que nos haga sentir vergüenza a ti o a mí, pero, ¡qué 
alivio sentirá mi corazón al acabar con estos miserables disimulos! Tan sólo 
déjame sentir que no tengo ninguna mentira sobre mi conciencia, y cuando me 
haya escuchado y lo sepa todo, que obre como quiera. 
Suspiró y volvió a apoyar la cabeza sobre mi pecho. Me asaltaron tristes 
pensamientos sobre el porvenir, mas como seguía desconfiando de mis 
opiniones le dije que haría como ella deseaba. Me dio las gracias, y en seguida 
hablamos de otras cosas. 
A la hora de la cena estuvo con Sir Percival mucho más natural y más a 
gusto de lo que la había visto hasta entonces. Durante la velada se sentó al 
piano, pero escogió unas piezas nuevas, más rápidas, menos melódicas que de 
costumbre y muy sofisticadas. Las encantadoras melodías de Mozart, que 
tanto entusiasmaban al pobre Hartright, nunca volvieron a sonar desde que él 
partió. Sus notas han desaparecido del atril. Ella misma quitó de allí el 
cuaderno para que a nadie se le pudiera ocurrir, al verlo, pedirle que tocara 
aquella música. 
No tuve la ocasión de comprobar si su intención de aquella mañana había 
cambiado, hasta que al despedirse aquella noche de Sir Percival comprendí por 
sus propias palabras que seguía firme en su propósito. Le dijo muy serena que desearía hablar con él al día siguiente después de desayunar y que la 
encontraría junto a mí en su saloncito. Al oír sus palabras, Sir Percival 
palideció, y noté que su mano temblaba un poco cuando me la dio para 
desearme buenas noches. A la mañana siguiente se decidiría su futuro, y él 
indudablemente lo comprendía así. 
Como de costumbre, entré por la puerta que comunicaba nuestros 
dormitorios para dar las buenas noches a Laura antes de que se durmiese. Al 
inclinarme para darle un beso vi que por debajo de la almohada asomaba el 
álbum de dibujos de Hartright. Era el mismo sitio en que escondía sus juguetes 
favoritos cuando era niña. No tuve valor para decirle nada, pero señalando el 
libro hice un gesto de reproche con la cabeza. Puso las dos manos en mis 
mejillas, me atrajo hacia sí buscando mis labios y murmuró: 
—Déjalo aquí esta noche. Mañana puede ser un día cruel y quizá tenga que 
despedirme de él para siempre. 
Día 9 de Noviembre. 
El primer acontecimiento de la mañana no ha sido de los que levantan el 
ánimo; he recibido una carta del pobre Walter Hartright en respuesta a la mía, 
en la que le contaba como Sir Percival había disipado las sospechas suscitadas 
por la carta de Anne Catherick. Habla brevemente y con acritud de las 
explicaciones de Sir Percival, y sólo dice que él no es nadie para juzgar el 
comportamiento de personas cuya posición es más elevada que la suya. Todo 
esto es triste; pero me apena más aún lo poco que me cuenta de sí mismo. Dice 
que los esfuerzos que hace por retornar a sus costumbres y preocupaciones de 
antes cada día le resultan más duros en lugar de resultarle más fáciles; y me 
explica que, si quiero ayudarle, utilice mi influencia para conseguirle una 
colocación que le obligue a abandonar Inglaterra y lo lleve entre gente y 
ambientes nuevos. Pero el último párrafo de su carta es el decisivo para que 
me haya decidido a atender a su ruego, pues me ha alarmado de verdad. 
Después de comentar que ni ha vuelto a ver a Anne Catherick ni ha oído nada 
de ella, se interrumpe para dejarme entrever de la manera más misteriosa e 
inconsecuente que, desde su regreso a Londres, lo vigilan y lo siguen 
constantemente hombres desconocidos. Reconoce que no puede indicar a 
ninguna persona en particular para justificar aquella sospecha extravagante, 
pero asegura que día y noche experimenta la sensación de que le siguen. Me 
ha asustado, porque parece como si la idea fija de Laura resultara insoportable 
para su mente. Voy a escribir inmediatamente a Londres a ciertos amigos de 
mi madre, personas de gran influencia, para suplicarles que le apoyen. Puede 
ser que cambiar de ambiente y de ocupación sea de verdad su salvación en este 
momento crítico de su vida. 
Con gran alivio para mí, Sir Percival nos mandó decir que no podía desayunar con nosotras. Había tomado una taza de café en su habitación y 
continuaba allí, pues le faltaban aún algunas cartas por escribir. Si a las once 
era una hora conveniente, tendría el honor de estar a la disposición de la 
señorita Fairlie y de la señorita Halcombe. 
Mientras nos comunicaban este recado no aparté la mirada del rostro de 
Laura. La había encontrado extrañamente serena y sosegada cuando fui a su 
cuarto al levantarme; lo estuvo también durante todo el tiempo en que 
estuvimos desayunando. Incluso mientras esperábamos a Sir Percival, sentadas 
en el sofá del saloncito, no perdió su control. 
—No te preocupes por mí, Marian —fue todo lo que me dijo—. Puedo 
dejarme llevar por las penas con un viejo amigo como Gilmore o con una 
querida hermana como tú, pero delante de Sir Percival sabré dominarme. 
La miré y escuché con muda sorpresa. A pesar de tantos años de íntima 
unión entre las dos, esta fuerza pasiva de su carácter se había mantenido oculta 
para mí. Oculta incluso para ella misma, hasta que el amor la descubrió y el 
sufrimiento la forzó a que hiciera uso de ella. 
Cuando el reloj de la chimenea dio las once, Sir Percival llamó a nuestra 
puerta y entró. En todos los rasgos de su fisonomía se leían la agitación y la 
ansiedad contenidas. Aquella tos seca y aguda que le molestaba con frecuencia 
parecía asaltarle con más insistencia que nunca. Se sentó frente a nosotras 
junto a la mesa y Laura continuó a mi lado. Miré a los dos con atención y vi 
que él estaba más pálido que ella. 
Dijo algunas frases sin importancia, haciendo visibles esfuerzos por 
mantener la habitual soltura de sus maneras. Pero no conseguía que su voz 
sonase firme ni que desapareciese la inquietud y la consternación de su 
mirada. El mismo debió notarlo cuando en medio de una frase se calló 
bruscamente y desistió de disimular por más tiempo su preocupación. 
Hubo un breve instante de mortal silencio antes de que Laura se dirigiese a 
él. 
—Deseo hablar con usted, Sir Percival —dijo— sobre un tema que es de 
gran importancia para los dos. Mi hermana se halla presente, porque me anima 
verla conmigo y así estoy más serena. No me ha sugerido ni una sola palabra 
de lo que voy a decirle. Hablo por propia decisión y no por la suya. Estoy 
segura de que sabrá usted comprenderlo antes de que prosiga, ¿verdad? 
Sir Percival asintió. Ella se había expresado con absoluta serenidad y con 
perfecta corrección. Laura lo miraba y él le devolvía la mirada. Parecía, al 
menos a primera vista, que estaban enteramente decididos a comprenderse 
mutuamente. 



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En el texto hay: misterio, mentiras, dama

Editado: 25.09.2022

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