Bello amigo, agradable y bueno,
¿cuándo os podré ver?
¿Qué me costará estar con vos una noche
y darte un beso amoroso? (1)
Bruna estaba en las nubes. Casi no podía recordar la última vez que se sintió así. La ilusión, el latir acelerado del corazón, sentir las mejillas rojas. Suspiros que no podía controlar, y esa increíble sensación que parecía recorrer todo su cuerpo. No iba a poder dormir esa noche, lo daba por hecho. Se pasaría cada momento pensando en Guillaume, y eso no sería nada que fuera a lamentar.
Todo había sido muy hermoso. El mejor final para un día increíble. Lo de confundirla con Orbia fue una tontería, aunque no iba a negar que le afectó mucho en ese momento. Pero ya nada de eso importaba, pues él le dedicó una hermosa canción en público. Bruna no podía dejar de sonreír recostada en su cama, sin dudas jamás olvidaría el día en que conoció a Guillaume.
Quizá estuvo demasiado distraída, pues no notó que alguien estaba entrando a su habitación. Para cuando lo percibió él ya estaba sentado al otro lado de la cama. "Oh no...", se dijo mientras se quedaba paralizada. "No, por favor. No hoy, no me hagas esto hoy, te lo ruego... No lo hagas", se dijo sintiéndose al borde de las lágrimas. Ni siquiera le salía la voz.
Aunque eran marido y mujer dormían en estancias diferentes. Mejor así, pues ella en verdad no quería enterarse de todas las veces que seguro yacía con otras, o cuando se iba a ver a Guillenma. Pero él estaba allí, había ido por ella, y hacía mucho que no la buscaba en el lecho. ¿No debería estar alegre? ¿No debería estar feliz de que al fin su marido haya decidido acudir para tener el esperado heredero? No lo lograba, no quería. Pronto sintió una de las manos de Peyre Roger apoyándose en su cintura y otra acariciando sus cabellos.
—¿Estás despierta? —Preguntó.
—Si... —Respondió ella de espaldas, aún paralizada.
—Esta noche estabas muy hermosa —le dijo mientras sus manos se deslizaban por sus piernas.
"Es tu deber", le dijo una parte de ella. "Eres su mujer y es tu deber darle tu cuerpo, siempre ha sido así", se dijo mientras lo sentía aproximarse más, apartó la ropa para tocar donde solo un marido podía hacerlo. Terminaría pronto, se dijo. Haría lo suyo y luego se iría, y ella tenía que aceptarlo. "Pero hoy no", pensó determinada. "Que me tome otra noche, pero hoy no".
—Peyre —se separó un poco, pero lo suficiente para que se detuviera—. No me siento bien —le dijo sin mirarlo. Ni siquiera podía entenderse, ¿cómo logró rechazarlo? ¿Cómo pudo? ¿De dónde salió el valor para negarse?
—¿Qué sucede?
—No lo sé, solo... Creo... Creo que es mi... Que es mi sangrado —mintió. Tenía miedo, no sabía en qué podría terminar eso. ¿Y si Peyre no le creía? ¿Y si decidía verificar si era cierto lo que dijo? ¿Y si la castigaba? Estaría en todo su derecho. Ese cuerpo no era suyo, era de su marido, y ella estaba pecando al negárselo.
—Entiendo —sintió que le volvía el alma al cuerpo cuando Peyre se separó de ella y se puso de pie. Se aproximó por el otro lado de la cama y le dio un beso en la frente—. Que descanses, querida. Vendré otro día.
—Gracias —murmuró. No pudo sentirse en calma hasta que él se fue.
Bruna no se movió por buen rato, no hasta estar segura de que él no estaba y que no volvería. Se puso de espaldas a la cama y miró hacia el techo. Se sentía pésima por haberlo rechazado, no debió hacer algo así. Al amanecer iría directo a la iglesia a hablar con el padre Abel, necesitaba su guía como nunca. Estaba segura de haber cometido un pecado.
El padre Abel era un hombre de Dios en el que confiaba, pero lamentaba que él no pudiera entenderla. Que nadie lo hiciera. ¿Por qué la vida de las mujeres como ella tenía que ser así? ¿Solo porque así lo mandaba Dios? Recordó de pronto a su madre, ¿ella pasó alguna vez por lo mismo? Claro que sí, pero a diferencia de ella, su madre amó a su esposo. Seguro que sí disfrutó de esos encuentros y fue muy feliz.
Sabía de damas que disfrutaban la compañía de sus amigos, y que incluso hablaban de eso como lo mejor del mundo, la máxima expresión de amor y goce del joy. Bruna pensaba que jamás iba a poder disfrutar de algo así, su cuerpo solo le pertenecía a su esposo. Aunque Orbia se había entregado en secreto a otros caballeros, y sabía de damas de la corte de Cabaret que también lo hacían.
Varias veces se había preguntado por qué nadie pensaba que era malo que su marido acudiera a otras mujeres, por qué a él Dios no lo castigaba. Nunca había oído de hombres que pudieran correr ese riesgo, siempre eran las mujeres las que debían cuidarse. Guillenma era viuda, no pertenecía a ningún hombre, entonces no había problema si estaba con otro, ¿o sí? No entendía muy bien esas reglas, pero lo que sí sabía era que todos ellos parecían muy felices al entregarse a ese placer sin preocuparse por los castigos posteriores.
¿Y si Peyre Roger estaba molesto? ¿Y si no volvía? Era la primera vez que se negaba a cumplir con su deber. Bueno, la primera vez desde que se casaron, porque los primeros días ella no quiso que la tocara. Quizá a Peyre no le importaba, no era la única mujer que tendría disponible si quería satisfacer sus necesidades. Pero esa noche ella ya no estaba para eso. Porque había conocido a Guillaume, y no quería arruinar ese recuerdo al lado de otro hombre.
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Editado: 08.09.2022