El sol dejó de brillar,
retirándose ante el frío,
y dejaron de cantar
los pájaros del estío.
Está triste el corazón,
pues llegaron las heladas
dejando, sin compasión,
flores marchitas y ajadas (1)
La noche de bodas de Bruna y Peyre Roger fue accidentada. No llegaron a consumar el matrimonio, pues ella se negó. Tenía miedo de estar a solas con él, trató de huir de la habitación aun cuando él le dijo que si no quería no iba a tocarla esa noche. Él tal vez lo entendió como el miedo natural de una jovencita recién casada que jamás había estado a solas con un hombre, y decidió irse a dormir a otra habitación esa noche.
Pero los días pasaron, y la dama seguía sin dejar que la tocara. Peyre no la forzaba, a Bruna se le hizo tan obvio que la detestaba y que no deseaba estar con ella. El caballero le explicó que aquello era su deber, tenían que hacerlo. Intentaba ser amable, hablarle con suavidad, pero aun así era imposible siquiera darle un beso, ella no lo permitía.
Poco después Peyre le pidió que fuera a ver al padre Abel, y este le explicó que su deber como mujer y esposa era entregarse a su marido. Le dijo que Dios bendijo esa unión y que no había nada de malo en eso. Le explicó que si no consumaban el matrimonio lo estaban poniendo en peligro, pues no sería válido. Ella solo asentía, el sacerdote no sabía que eso era justo lo que Bruna deseaba. Seguía albergando en su corazón la esperanza de que Trencavel fuera por ella, y le enviaba cartas desde Cabaret rogándole que apareciera. Pensaba que si él llegaba, y ella seguía siendo virgen, podría deshacer ese matrimonio sin problemas.
Pronto se convenció de que Trencavel iba a tardar, o que quizá alguien interceptaba sus cartas. Solo podía ser eso, su amado sería incapaz de dejarla. Estaba desesperada, los días pasaban y sabía que no podía prolongar más el tiempo, que quizá un día de esos Peyre Roger la forzaría. Parecía ser un buen hombre, no creía que hiciera algo así, pero no podía confiarse.
Tenía que salir de ahí, ya no soportaba Cabaret. Quería irse a Carcasona con él, estaba segura de que la recibiría con los brazos abiertos. Y una de esas noches en que no podía dormir de tanto pensar se le ocurrió una medida extrema. Si Peyre Roger la tocaba y se daba cuenta de que no era virgen... Bueno, quizá la devolvería a su padre. Bernard quizá la repudiaría, quizá la odiaría, pero el único hombre que la iba a aceptar sería Trencavel, porque él sí la amaba. ¿Cómo haría algo así? No estaba segura de poder entregarse a otro hombre, ni de querer hacerlo. Pero por estar al lado de su amado era capaz de todo. Además, ¿quién podría ser el elegido?
La respuesta le llegó sin querer a la mañana siguiente. No pudo creer que no se había dado cuenta, pero su cuñado no dejaba de mirarla. Sin querer le sonrió, y pronto vio que el rostro del caballero se iluminaba. Decidió seguirle el juego un rato en la mesa, y sí, Jourdain parecía muy atento con ella. Quizá le gustaba, quizá todo ese tiempo la estuvo observando y jamás se dio cuenta. Él podría ser el elegido.
Sabía que se estaba arriesgando, que no estaba bien jugar con los sentimientos de las personas, que no era correcto. Se lo comentó a Mireille, y esta trató de convencerla de que no era una buena idea, y que nadie le aseguraba que el vizconde Trencavel la acogería. Le rogó que no lo hiciera, que arriesgaría demasiado. Ay, pero, ¿cómo explicar que por su amor era capaz de todo?
No hubo forma de hacer cambiar de opinión a Bruna, decidió seguirle el juego a Jourdain por unos días, y se dio cuenta de que su plan podría funcionar. Estaba deslumbrado por ella, parecía en una nube cuando la tenía cerca. Bruna jugaba con fuego y lo sabía, permitió que se quedara a solas con ella en varias ocasiones, y una de esas quizá se le acercó demasiado, al punto de que él no supo qué hacer.
Los primeros días pasaron, y ella ya tenía miedo. Peyre Roger se fue de cacería, pero al irse le dejó muy claro que no iba a tolerar más su insubordinación. Bruna tuvo la suerte de estar sangrando esos días, porque estuvo segura de que de hallarla sana y limpia, su marido no hubiera dudado en consumar el matrimonio de una vez.
"No puedo, no voy a estar con él", se dijo una noche. Pronto dejaría de sangrar, y su marido estaría al acecho, ya no quedaba tiempo. Ella se había jurado no estar jamás con un hombre al que no amara, y que solo el que la amara la tendría por completo. Ese hombre era el vizconde Trencavel, pero este no daba señales ni respondía sus cartas. ¿Qué le quedaba? Se dijo que ya no había alternativa: Tenía que usar a Jourdain.
Esa tarde lo halló solo en el pasillo. Se saludaron con cortesía, ella jugó un poco y respondió con coquetería sus palabras galantes. Mireille estaba incómoda a su lado, y Bruna sabía la razón. La dama también sabía que sería incapaz de hacer cualquier movimiento delante de ella, moriría de vergüenza. Así que envió a su doncella por vino, e invitó a Jourdain a pasar al recibidor de su alcoba, a lo que él accedió gustoso.
No tuvo tiempo de pensar en la culpa, en su cabeza lo único que importaba era que si lograba que Jourdain le contara a su marido lo descarada que era, ella acabaría de vuelta en Béziers, lista para escapar en busca de su amor. Conversaban, él estaba encantado con su compañía. Tenía miedo de lo que iba a hacer, pero se armó de valor para acortar la distancia entre ellos. Cerró los ojos y lo besó. Él se quedó tan sorprendido con eso que ni siquiera correspondió. Y ella, avergonzada, se apartó y pidió perdón.
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Editado: 08.09.2022