Quien maldice la paciencia
incurre en un grave error;
de Arturo el pueblo bretón
conservó la preferencia.
Y yo por mucho esperar
conquisté con gran dulzor
el beso que el fuerte amor
me hizo a mi dama robar,
que hoy ella se digna dar (1)
Se quedó dos noches más en Cabaret, rendido ante la perspectiva de encantadores días de placer. Con Peyre Roger fuera y sin nadie capaz de interrumpirlos cerca, se entregaron a sus deseos las veces que pudieron. Y cada vez que estaban juntos, Guillaume se convencía de que se haría adicto a eso, que quedaría atrapado ahí sin deseos de soltarla. Todo lo que necesitaba día y noche era ella, sentir su piel junto a la suya, besarla sin cansancio y sentir que viajaba a un mundo distinto cuando acababa. Quería más, los dos querían más.
¿Cómo ir a atender sus deberes si tenía bajo su cuerpo todo lo siempre deseó? El amor, uno más hermoso y completo que el que describían los trovadores en sus canciones. La pasión, el placer. ¿Por qué no detener todo y quedarse así para siempre?
Pero él tenía que irse, ya no podía retrasar eso por más tiempo. Si antes la idea de la separación fue triste, en ese momento se sentía casi como una tortura. Como si le arrancaran una parte del alma. Le quedaba poca voluntad para dejar a Bruna en Cabaret y partir, pero en verdad tenía que hacerlo.
Ya todo estaba dispuesto, y no podía retrasarse. Su plan inicial fue hacer una parada en Carcasona para presionar a Trencavel con eso de la entrega de los libros robados de la biblioteca de su padre, pero con el retraso ya no tendría tiempo para eso. Iría directo al punto de encuentro.
Fue Luc quien facilitó todo. Arnald y dos de sus hombres de Saissac lo acompañaron hasta el punto indicado. A medio camino entre Béziers y Carcasona, tomando un desvío. Era ahí donde esperaría Abelard de Termes.
Cuando lo vio de lejos lo reconoció de inmediato, y la sensación no fue del todo agradable. Era el templario que vio la mañana de la muerte de su padre, aquel que confundió con su asesino. Ya sabía que era su aliado, pero todo eso se sentía extraño. Se miraron, y en verdad no parecía ser un tipo malvado. "En verdad lo hubiera matado esa mañana de pura ira, él apenas se hubiera defendido", pensó el caballero. Qué bueno que las cosas no se dieron así.
Al quedar frente a frente ambos desmontaron y se miraron. A Guillaume nunca le agradaron del todo los templarios, al menos los pocos que conoció en París presumían de una superioridad moral que hacía que él y Amaury huyeran despavoridos. Ver al hombre vestido de blanco con la cruz en el pecho le parecía hasta inquietante. ¿Cómo hacían Abelard y los otros como él para unir sus creencias cristianas con lo que se sabía del Grial? Si hasta a él mismo le costaba, no quería imaginar al resto.
—Abelard de Termes —rompió el silencio, y apenas habló, el templario hizo una inclinación.
—Es un honor conocerlo, señor. Estar una vez más ante el gran maestre, ahora para servirlo, me llena de alegría.
—Lo agradezco. —El tipo tampoco parecía mala persona. Hablaba con franqueza, no tenía miedo de sostenerle la mirada, y eso le agradó—. Decidme, ¿nos encontramos cerca a Moix? ¿El comendador sabe de mi visita?
—Él lo está esperando, sí. No estamos muy lejos, llegaremos antes de la caída del sol si vamos a paso ligero. Es mejor así, no queremos que noten nuestra urgencia.
—Por supuesto —se dijo. Hacía mucho tiempo que no salía de la zona de Lastours, todo eso era nuevo para él. Mejor así, no podía seguir viviendo en Provenza como un extranjero, necesitaba conocer las rutas a la perfección.
Las palabras de Abelard también le llevaron una alarma. Tanto tiempo a salvo en Cabaret y en sus tierras por poco le hicieron olvidar que estaban rodeados de enemigos. Que el legado papal Arnaldo podía estar en Roma, pero sus espías seguían en la zona. No iba a descuidarse.
Abelard acertó en cuanto al tiempo. Cabalgaron tranquilos hacia Moix, y vieron la encomienda templaria a lo lejos, antes de caer la noche. Estaban cerca, cuando dos templarios a caballo le hicieron el encuentro. Reconocieron a Abelard, y este se acercó a hablar con ellos y explicarles la situación. Si bien al principio le pareció que estaban a la defensiva, con las palabras de su aliado bastó para que se mostraran amables.
—Por aquí, señor —le indicó uno de los templarios—. Nuestro comendador os espera.
Entraron al fin a Moix, y luego fueron directo a la encomienda. El lugar no parecía resaltar, de hecho, Guillaume pensó que era modesto. No vio muchos caballeros, el sitio hasta lucía desolado. Él y sus hombres dejaron los caballos en el establo, y los templarios que les dieron el encuentro los llamaron para ofrecerles algo de comer.
Guillaume los dejó atrás, solo él y Arnald caminaron junto a Abelard para ir rumbo al encuentro del comendador. El momento llegó, y no sabía bien como empezar la discusión. ¿Lo apoyaría? ¿Podría confiar en él? ¿No se estaría enfrentando a otra trampa? Llevaba la espada en el cinto, y le pidió a Arnald que cargara sus propias armas a la mano, los dos tenían que estar atentos. El templario los guio hasta una sala privada, una apenas decorada y con pocos muebles. Un lugar austero, solo con una cruz de madera en la pared. Ahí esperaron durante un tiempo que le pareció una tortura.
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Editado: 08.09.2022