Siempre escuchaste las voces. Al principio, Bruna, no lo entendías. Es que eran varias, y a veces todos hablaban a la vez. Eras muy pequeña para entender que esas voces no estaban allí, al menos no en un sentido físico.
Pero sabías que estaban, que eran tan reales como tú, de una forma distinta.
A veces te arrullaban, o te calmaban cuando el aya no se acercaba a ti a tiempo. A veces sonreías, y la gente a tu alrededor pensaba que te reías por nada. Es solo una bebé, decían, algo le puede parecer gracioso.
¿Qué edad tenías cuando te diste cuenta de las voces? O mejor dicho, que lo que escuchabas venía de afuera, no de tu cabeza. Y menos de las personas que te rodeaban. Cinco años, tal vez. Pero no lo entendías, no sabías como decirle a los demás que había voces que te hablaban sin cesar de cosas que a veces no entendías.
Hasta que una vez, pensando que eso era normal y que le pasaba a todo el mundo, lo dijiste durante una cena. Estaba el cura de Béziers, tu madre y tu padre. Así que cuando les contaste con toda la naturalidad del mundo, a tus tiernos siete años, que las voces te susurraban cosas que a veces te daban miedo; supiste que algo estaba mal.
Fue la cara de sorpresa de papá tal vez, o la palidez de mamá. O la mirada recelosa y condenatoria de ese cura. Claro que en ese tiempo no sabías por qué ese hombre te miraba como si hubieras dicho algo muy malo, pero bastó ese gesto para entender que lo que pasaba no estaba bien.
Mamá te lo dijo más tarde, te preguntó cosas. Tenías miedo de contarle, pero las voces te dijeron que podías confiar en ella, que mamá era como tú. Así que, con tus ojos cubiertos de lágrimas, le contaste de aquellas voces que hablaban sin parar a veces. Que un día podían decirte lo linda y especial que eras, y al otro te advertían que te cuidaras mucho, pues la muerte siempre te iba a rondar.
Y las voces tuvieron razón, mamá no se asustó ni dijo cosas malas. Solo la sorprendiste la primera vez que lo hablaste, pero ya sabía lo que pasaba y podía ayudarte. Era tan difícil explicarte, Bruna, porque saber que eso que te pasaba no era normal acabó por asustarte y mucho. Solo se lo habías contado a Mireille, pero ella no entendía, de hecho, pensó que era una broma tuya o parte de tus juegos. Eran pequeñas las dos, no tenían forma de saber lo que de verdad estaba pasando.
Así que, para calmarte, mamá te mintió. No fue por maldad, Bruna, solo quería ayudarte a entender. Iba a ser muy complicado contarte la verdad detrás de cada una de las voces, y la idea era enseñarte a que seas discreta. Por eso te dijo que esas voces eran ángeles.
Y funcionó, porque para ti sonó lógico y hasta lindo saber que eras una niña especial a la que los ángeles le hablaban y le contaban secretos. Pero justo porque ellos te confiaban secretos, era que tenías que guardar silencio. No estaba bien compartir esa información, no cuando ellos no te habían pedido que lo hicieras.
Mamá también te enseñó a cuidarte. Te dijo que la gente común, que son muchos, ni siquiera saben que existen las voces, y que si les contabas la verdad pensarían que estabas loca. Y tú sabías lo que le pasaba a la gente loca. Mamá te enseñó, te llevó al mercado y te mostró como la gente de Béziers trataba a un pobre hombre que siempre estaba en las calles, comportándose raro, vistiendo sucio y viviendo de sobras. Tú no querías ser así, por eso te esforzaste mucho en esconder ese secreto de ángeles.
Lo demás lo entendiste tú misma conforme ibas creciendo. Ya no le contabas a nadie de las voces, y las voces cada vez decían menos. Pero en misa, el sacerdote siempre hablaba de los pecadores, de los herejes e impíos. Hablaba de los albigenses, y lo entendiste de pronto.
Los albigenses eran malos porque decían que ellos sí escuchaban las enseñanzas, y que la iglesia hacía las cosas mal. Ellos se creían los escogidos de Dios, ¿y cómo iba a ser eso cierto? Mentían, y si escuchaban las voces, no tenían como demostrarlo. Por eso eran herejes, y se les quemaba en la hoguera. Tú no querías morir así
Mamá también te enseñó como hacer callar a las voces. Te dijo que los ángeles a veces no saben cuando parar, porque son divinos y no entienden a los humanos, pero si te concentrabas mucho podrías dejar de escucharlos. Así que lo intentaste, y poco a poco hiciste que no hablaran más. O al menos dejaste de escucharlos.
Siempre volvían en sueños, o te parecía escucharlos a lo lejos, murmurando. Pero ya no hablaban como antes, y eso de alguna forma fue un alivio. Cuando mamá murió y te dijeron que serías la señora de Béziers, aunque tuvieras apenas doce años, los ángeles te consolaron. Te dijeron que no tenías nada que temer, que mamá estaba a salvo en el cielo y que te amaba mucho, que te cuidaría desde ese paraíso prometido.
Fue la última vez que recuerdas haberlas escuchado. Poco a poco se fueron callando, y luego no hablaron más. Bruna, tú solo sabías que haber tenido el privilegio de oír a los ángeles te hacía especial, y por eso tenías que ser una buena cristiana. Así demostrarías a tu Dios que no se equivocó, que eras una buena mujer, digna de escuchar a los ángeles.
Pero los años te golpearon duro, y sufriste más de lo que una criatura como tú merecía. Fue el mundo en el que te tocó nacer, el tiempo en el que habitas. Fue duro para ti crecer, hacerte mujer, entender que el amor no siempre gana, y que tu cuerpo no era tuyo, sino de alguien más. Y aún así aguantaste, porque habías escuchado muchas historias de la biblia, y sabías que la vida de los escogidos por Dios nunca es fácil. Tal vez, te decías en tus momentos de angustia, eran pruebas del señor para ti, y tenías que aceptarlas.
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Editado: 06.08.2024