La dama y el Grial Ii: El segundo pilar

Capítulo 4: Legado

Soy traicionado y engañado

como buen servidor

a quien se le considera locura

aquello por lo que se le debe honrar;

y espero el mismo galardón

que quien sirve a un traidor (1)

 

Fines de enero de 1209. Saint-Guilles

El frío de Provenza no era la gran cosa para él, Peyre de Castelnou había enfrentado inviernos más crudos, donde la gente simplemente moría de frío o hambre. Como miembro de la iglesia de Cristo dispuso en muchas ocasiones que se ayudara a esos pobres miserables, nada le costaba mandar a repartir abrigo y comida. Y sí, tal vez podía soportar sin problemas el frío de Provenza, pero el viento helado que chocaba con su rostro había provocado que empezara a estornudar.

Peyre miró al cielo, intentando descifrar la hora. Hacía buen rato de la hora prima (2), así que tal vez se acercaban a la tercia (3). Bien, tendrían suficiente tiempo para llegar a la siguiente iglesia de la ruta y aguardar que la nave que cruzaría el río Ródano estuviera lista.

Quienes lo escoltaban quedaron muy sorprendidos cuando, de la noche a la mañana, ordenó preparar todo para partir a París. Arnaldo le escribió, y tenía razón: No valía la pena gastar tiempo en oídos sordos, o en hacer que los herejes entraran en razón. La única solución era combatirlos, y su compañero de desventuras creía haber encontrado una salida.

"Lo intenté, Dios sabe que lo intenté", se dijo con cansancio. De verdad quiso ayudar en esa campaña de conversión en la que Domingo de Guzmán se sintió tan entusiasmado, en serio creyó que con predicar la palabra sería suficiente. Pero el problema no eran solo los albigenses y su herejía, el mismo Arnaldo se lo había confirmado: Era es orden, esa condenada orden.

Hizo lo que pudo por presionar al conde de Tolosa, por advertirle que su alma estaba en riesgo de arder en las llamas del infierno si seguía empeñándose en ser fiel a esa orden y sus caballeros. Pero el de Tolosa se reía en su cara, no solo negaba la existencia de la orden, sino que le dejó claro que poco le importaba la salvación de su alma. Entonces, por amor a Cristo, ¿cómo podía consentir que una reliquia sagrada estuviera en manos de esa gente infernal?

Y sí, ese era otro problema. Se dejó llevar por su compromiso con la iglesia, que perdió el dominio de sí mismo delante de la corte de Tolosa. Cuando Peyre de Castelnou se fue despotricando, tuvo el presentimiento de que no volverían a verlo por esas tierras. En honor a la verdad, tampoco quería regresar.

Su misión en Languedoc había terminado al fin. Tal vez no era lo ideal viajar en invierno, pero había cosas más urgentes que resolver y por las que podía dejar de lado su comodidad. El legado iba acompañado por cinco sacerdotes del císter (4) y dos siervos, que además eran guardias entrenados. No pensaba que fuera necesaria tanta escolta ni protección. Bastaba decir que era legado papal, y que aquel que se atreviera a acercarse, o siquiera pensar en hacerles daño, tenía peligro de excomunión. Y nadie en su sano juicio quería algo así.

El paisaje era monótono, en especial por la nieve y el silencio. Pero pronto todo eso desapareció. A lo lejos de esas colinas empezó a escuchar el andar rápido de unos caballos, y al fin los divisaron. Se acercaban hacia ellos, o quizá estaban en su ruta, pues no tenía sentido que caballeros desconocidos les dieran el encuentro. Aun así, y solo por precaución, levantó la mano para ordenar a todos que se detuvieran. Y así lo hicieron, girándose para observar como, en efecto, los caballeros iban directo hacia ellos. Esa no era una actitud pacífica en ningún sentido.

—¡Alto! ¡Deteneos de inmediato! —exclamó uno de los sacerdotes que lo acompañaba.

Peyre no era un hombre de edad avanzada, apenas llegaba a los cuarenta. Pero su vista ya estaba empezando a fallar, por lo que al inicio le fue difícil reconocer a esos hombres. Solo cuando estuvieron a una distancia prudente, el legado distinguió que tenían cintas y pinturas de color plateado y azul.

"¿Tolosa? ¿Son hombres de Tolosa...?"

—¡Deteneos! —insistió el padre Raúl—. ¡Estáis ante un legado papal! ¡No os acerquéis más!

Su voz fue una alarma para todos, sus guardias sacaron las espadas que llevaban. Pero ¿qué sentido tenía eso? ¿Qué querían con ellos? Si eran hombres del conde, ¿por qué ir tan lejos a por él?

Lo siguiente sucedió muy rápido. Uno de los caballeros hirió al padre Raúl, mientras que otro tumbó al que estaba a su lado, para luego rematarlo con una lanza. Los guardias blandieron sus espadas y lo rodearon para protegerlo, pero eso tampoco sirvió de mucho. Los caballeros actuaban rápido y con ferocidad, tenían lanzas que no dudaban en usar, y una fuerza de la que sus hombres no gozaban. Peyre veía con angustia como sus acompañantes iban cayendo uno a uno, hasta solo quedar él.

El legado ni siquiera fue capaz de emitir un grito, intentó reaccionar mientras sus ojos veían como el que parecía ser el líder se acercaba con una azcona de combate (5) en mano.

No sintió nada más en el poco tiempo que le quedó de vida. El señor había dejado que lo mataran, pero no permitió que su siervo sintiera dolor alguno. Peyre miró su cuerpo atravesado por completo de manera salvaje. Todo se tiñó de rojo, perdió el equilibrio y cayó de su caballo. Su rostro chocó contra la tierra y lo último que vio fue la blancura de la nieve que se teñía poco a poco de su sangre.




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