La dama y el Grial Ii: El segundo pilar

Capítulo 9: Dos caminos

El deseo de Dios es un fuego que consume,

pero también es la única luz en mi camino.

Mi alma es libre,

pues está cautiva del amor de Dios.

No es suficiente saber sobre Dios,

uno debe conocerlo

en la experiencia directa y ardiente del amor (1)

 

El vizconde estuvo actuando extraño desde que llegó. Creía conocerlo lo suficiente para afirmarlo, a pesar de que habían pasado años desde aquellos días felices.

Quizá la ternura del amor se apagó, pero ella recordaba con claridad. La forma en que la trataba, su mirada, sus palabras. Siempre parecía rodeado de alegría, de tranquilidad, de relajo. Un hombre que conocía el verdadero joy que tanto pregonaba Orbia.

Y también recordaba lo que pasó la última vez que se vieron. Hasta en eso había cambiado en apenas unos meses. Ya no era el mismo vizconde del que se enamoró, tampoco era el mismo que suplicaba por su amor.

Si tuviera que ponerle una palabra a todo lo que en él veía, era "resignación". ¿A qué? Quizá a perderla, a que nunca más estarían juntos. Y había en él algo de tristeza. Lo sentía en la forma en que la miraba, aunque intentara disimularlo. A veces lo notaba perdido en sus pensamientos, lo veía melancólico y triste.

"Es la cruzada, los tiene a todos así", se dijo, intentando encontrar una razón para que la luz de Trencavel pareciera extinguirse poco a poco. Y lo que también torturaba sus pensamientos era que ella no debería estar tan pendiente de ese hombre, no cuando se suponía que tenía un caballero al que honrar, y Raimon ya no formaba parte de su vida. Pero ¿cómo evitarlo?

Bruna era consciente de que lo que sentía no era compasión ni pena, era otra cosa. Sabía que ella había cambiado a ese joven para siempre. Incluso se descubrió pensando en él no como "Trencavel", o como "Raimon de Miraval". Cuando lo evocaba, era simplemente "mi vizconde". Y eso la estremecía. 

Era extraño estar con él. No se sentía feliz y plena como cuando estaba con Guillaume. Estar al lado del su vizconde era como vivir una despedida. Como si cada gesto, cada palabra y cada cosa que él hiciera fuera la última.

Era como volver a ese pasado en el que ella fue casi una niña. Trencavel se despediría, prometiendo regresar pronto, pero no sería así. Incluso él actuaba como si fuera consciente de ello. Podía ser solo un presentimiento, pero tenía la seguridad de que iba a ser así. Y no ayudaba la forma en que él se quedaba en silencio entregado a sus pensamientos, ni su mirada triste, ni su voz suave. Sentía que se le estaba rompiendo el corazón.

No lo odiaba, a pesar de todo, no podía. Fue tan hermoso aquello que sintió en el pasado, y ni el dolor había logrado opacar la verdad. Que el vizconde era para ella un caballero ejemplar, amable, un hombre excepcional y encantador. Una persona hermosa por dentro y por fuera, sensible y amoroso. Jamás quiso dejar de amarlo, se aferró a él por mucho tiempo.

Y ese sentimiento no se había extinguido a pesar de Guillaume. Lo que sentía por el vizconde solo cambió. Pasada la confusión, ya no se sentía mal de verlo. Sentía cariño, y lo quería a su manera. Tenía la certeza de que el vizconde iba a estar en su corazón para siempre. Por eso pasaría todos esos días a su lado para darle una alegría antes del fin. Porque era la despedida, lo sabía.

Sin duda, considerando su situación, no debería entretenerse en esos asuntos tan mundanos. Pero si se ponía a pensar en cómo iba a explicarle eso a Guillaume, se quedaba sin palabras.

En varias ocasiones intentó escribir un mensaje para él, por si los rumores llegaban a sus oídos. Porque en verdad no creía estar haciendo nada malo, apenas siguiendo las normas de cortesía, y dejándose llevar por los juegos de la finn' amor sin pretender más.

"Sabes que es distinto. Es porque lo amaste, y él aún te ama. Guillaume es comprensivo, pero esto no lo va a tolerar", se repetía con culpa. Así que el envío de esa carta se posponía, pues ponerlo en palabras era difícil. Prefería mirarlo a los ojos y expresar su verdad.

Y esa mañana en particular, quizá Dios decidió darle un respiro, pues su vizconde y su marido salieron de cacería. No creía que regresaran ese día, siempre se internaban en el bosque, y los hombres disfrutaban sus ratos a solas. Mejor así, sin querer, Peyre Roger le hizo un favor.

¿Serían celos? Intentaba no prestar atención a esos detalles, pero desde la llegada del vizconde, su marido andaba más receloso que de costumbre. Era increíble. Peyre no podía pensar que de verdad era tan descarada para meterse en el lecho de ese hombre con él presente. No le importaba lo que los chismes insinuaran, ella no era una ramera en busca de las atenciones carnales de Raimon. Al único hombre al que se entregó de verdad, y al que siempre le iba a pertenecer, era otro. Y si tan solo supieran...

Suspiró, no valía la pena amargarse con asuntos tan banales cuando tenía aún una búsqueda que emprender. Una que parecía al alcance de su mano, y a la vez tan lejana.

—Por aquí, señora —le guiaba Valentine. Tras ella, una silenciosa Mireille andaba con cuidado, y aunque ya no decía en voz alta sus reproches, bastaba una mirada para saber que desaprobaba todo eso.




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