Había sangre en mis manos.
No necesitaba abrir los ojos para saberlo. Me sucedía muy a menudo por aquellos días. Cuatro veces por mes para ser preciso. Aparecía sin aviso, sin un día en particular, podían ser dos en una misma semana y a veces se le suman los otros dos restantes, lo cual resulta en una tortura. Y claro, no solo era el dolor— despertar, verme manchado de rojo, limpiarme en un intento de ocultar el suceso para que no pensaran que había perdido la cabeza, aun cuando lo yo mismo lo dudaba—era complicado… muy complicado, pero no imposible. Más bien, lo que me agobiaba era estar en esa situación, las marcas en mi piel que dolían hasta el tuétano y la sombra de lo inexplicable detrás de mí, tan cerca, susurrándome en el oído. Eso, de cualquier manera te cambia. Te enfría. Te fracciona. Y hasta puede que te despedace.
Pero ahí estaba, arreglándomelas
Tomé una bocanada de aire y sentí los dedos de mis pies húmedos. Abrí los ojos y mi primer pensamiento me advirtió que al igual que otras veces, la causa era la sangre, pero lo minimice; no podía ser eso, ya que indicaría que no era el tipo de herida que comúnmente solían empapar mi pierna. Debía ser más profunda, corte perfecto, parecidas a las realizadas por cuchillas de afeitar. Bajé la mirada para cerciorarme y para mi sorpresa, estaba equivocado. Acostado en la alfombra, en una posición extraña, estaba el perro más perezoso que podrías conocer, una bola de pelos estirada: lengua afuera, orejas desplegadas, panza arriba y un respectivo pozo de saliva debajo de su hocico donde mí pie reposaba. Sí, no era sangre, sino baba y mucha.
Sonreí.
Vaya que amaba ese perro. Y es que si no fuera por Orel no sé qué hubiese sido de mí todo este tiempo. Le pertenecía a mi hermana pequeña, Sky, quien lo nombro Orel porque según ella sus dientes afilados y brillantes, le recordaban a las puntas de aquella constelación, Orión. <<Un nombre desastroso y ni hablar de la comparación>>. Sin embargo era lo más valioso que tenía y lo que me había quedado de ella después de su muerte, al menos… lo único físico. Y es que el bulldog me adoraba. La primera vez que había visto, no era más grande que un zapato, su lengua sobresalía y su rostro era una cosa arrugada en una peluda piel vainilla. Apareció una tarde de verano en el patio trasero de la casa, envuelto en una de mis camisetas, que para ese entonces ya eran solo trozos húmedos haciéndole nido. Vaya impresión que dio. Recuerdo que me enoje mucho, quise echarlo dentro de una caja, embalarla y enviarlo por correo con destino a áfrica, pero el solo me miro con sus grandes e iluminados ojos, se acercó a mí, y acaricio mis dedos.
Desde ese momento me volví charcos de saliva, lamidas y juguete para dientes.
Con cuidado de despertarlo, me escabullí de su babosa lengua y recogí la almohada que estaba junto a él. A pesar de cargar calcetines, el suelo de madera se sentía helado, como una plancha que se pegaba y quemaba tú piel. Con el rabillo del ojo, le miré rápidamente. Quería llevarlo conmigo, pero conocía el riesgo de sacarlo en medio del invierno, y si le llegaba a suceder algo no podría perdonármelo. Ya había perdido tanto, no lo haría con él. Así que desistí.
Atravesé parte de la casa y me dirigí a las escaleras, al momento en que ya estaba lo suficientemente cerca de los escalones, me detuve. Todo a mí alrededor era una mancha oscura, fría y lúgubre, teñida de un espectro de grises y negros que se veían interrumpidos por una escasa y sola luz: las naranjas llamas en el interior de la chimenea.
Me giré y va el reloj de pared.
—cinco y diez—murmuré.
<<Temprano>>, pensé.
Subí las escaleras en puntillas, entré al baño en mi habitación y pasé el cerrojo de la puerta. El sentido común me gritaba por doceava vez que llamará a Mamá Eve y le contara lo que me sucedía, tratara de que entendiera y no me atara las muñecas y llamara a los del psiquiátrico, pero sé que lo habría hecho. Nadie con diez dedos de cordura no lo haría. Además, ¿cómo hubiese plantado ese tema?, <<oye Mama Eve, te cuento que cada mañana amanezco con una herida en mi pierna y con sangre en mis manos, ¿que si me estoy autolesionando? Probablemente no, aunque no lo sé a ciencia cierta. Por favor entiéndeme, ¿cómo que me ataras a la cama? ¡No! ¡Mama Eve, no lo hagas!>>.
Deseché la idea al milisegundo.
Encendí la bombilla y encontré mi reflejo. Labios rotos, mirada cansada y desubicada.
—Eres un desastre— me susurró y noté lo ronca y rota que era su voz. Mi voz. Aunque no sé si aún me pertenecía, desde que había entrado en esta travesía pocas cosas lo hacías—. ¿Cómo sigues?
—Una gran pregunta—me contesté. Lo pensé unos segundos—. Pero sé que podría estar mejor.
Me moví un poco y su cabello revotó. Siempre lo llevaba igual, despeinado, una maraña castaña y rizada que colgaba por encima de sus grises ojos; cenizas claras y brillantes. No tenía que acercarme para ver que en su iris izquierdo una mancha aguamarina se extendía hasta detrás de su parpado. El delgado lunar de los Presh. ¿Cómo lo sabías? Por las cartas guardadas en el baúl de Mama Eve. Solo había visto un par de ellas, ya que rara vez dejaba la casa y cuando sucedía, su habitación era como la caja fuerte del Banco internacional: nada entraba y nada salía sin su consentimiento.