Una vez que el varón dejó la habitación y tras saber que él se hubo ido al escuchar el motor del auto encenderse y arrancar, Amy se dijo en susurro:
—Existe solo dos cosas por hacer; perdonarlo o no.
Levantó la vista al techo, pensativa.
¿Qué debía hacer? Cerró los ojos y derramó una lágrima, la última que dejaría escapar. Era cierto, le dolía mucho la decisión que iba a tomar.
En realidad, no encontraba otra buena solución. Su mente era un caos.
Se levantó de la silla y caminó a paso lento hacia la puerta, se detuvo bajo el umbral, contempló la puerta cerrada de la habitación de ambos. Se acercó aquella blanca puerta y recargó la frente sobre ella. Comenzó a meditar en lo que estaba a punto de hacer y estaba consciente que no habría vuelta atrás.
Un poco titubeante, agarró el picaporte y mirándolo, recordó la noche de ayer. Esa misma tarde en que descubrió la enorme traición de su esposo, cuando llegó al lugar de encuentro, ella fue testigo, en primera fila, de como él besaba apasionadamente a la otra mujer, a la amante. Su vista no la engañaba. Era él, sin duda era su esposo. Sentimientos encontrados la invadieron.
Al principio se excusó con un sinfín de pretextos. Mas no era así, ella lo sabía, tenía que afrontar la cruda verdad. Fue traicionada por el hombre que amaba. Pero las miradas coquetas que se lanzaban ellos le indicaron que aquella relación no era del momento, se había formado hace mucho.
Frunció el ceño, molesta, triste, avergonzada, burlada, se sintió de todo un poco. Tres años de matrimonio, ¿no habían significado nada para él? ¿Por qué la había ilusionado así si nunca la amo de verdad?
Una vez vio la escena, con el corazón completamente destrozado, se dirigió a su hogar. Las traicioneras lágrimas no dejaban de brotar de sus ojos, las que aunque limpiara con tanta insistencia seguían saliendo de ellos.
En el refugio de su hogar, intentó tranquilizarse y pensar; pensó mucho. Respiró profundamente. Antes que nada necesitaba una explicación, necesitaba escuchar esa verdad de la propia boca de él, ante su respuesta podría tomar una decisión. Por esa misma razón, lo esperó y no solo eso, le preparó una gran cena esperanzada de que cuando llegara él se diera cuanta cuanto lo amaba, y también esperaba que la culpabilidad naciera de él.
No obstante, aquellas expectativas cayeron cuando él ingresó a la casa, la saludó, contó vagamente como le fue en su trabajo, se quitó los zapatos, tomó asiento, alagó la excelente comida y comenzó a comer sin decir una palabra más, actuaba con total normalidad.
Amy estaba ansiosa de escucharlo. Necesitaba escucharlo. Se mordió los labios, exasperada, el solo verlo degustar los alimentos como si nada le pesara, solo provocó que ella pensara desde cuándo la engañaba.
«¿Dónde estabas?» se atrevió a preguntar, con un nudo en la garganta.
«Obviamente en el trabajo». Él respondió, al principio indiferente, aunque después la miró de forma inquisitiva; intentó descifrar la razón de la pregunta, «¿Por qué?».
Ella se acercó y lo abrazó por los hombro; lo abrazó en un vago intento de recibir su calor; un calor que ya no existía.
«¿Me amas?»
Él esbozó una sonrisa, la apartó con suavidad y la miró a los ojos.
«Tú sabes que sí. Te amo. Eres el amor de mi vida».
Amy se alejó para tomar asiento quedando frente a él. Tomando los cubiertos comenzó a comer.
«¿De verdad me amas?»
«¿Por qué preguntas eso? ¿Sucedió algo?».
Si él pudiera ver lo mucho, pero mucho, que ella lo amaba y sobre todo, lo mucho que le dolía escuchar aquellas secas respuestas en forma de pregunta.
«Este último año no hemos hecho nada juntos».
«Ah, eso. Sabes que he tenido mucho trabajo últimamente, pero te juro que cuando tenga tiempo libre, podemos planear un viaje, ¿a dónde te gustaría ir?».
Ella lo miró con melancolía y mientras sorbía el agua de su vaso, preguntó:
«Nunca me engañarías, ¿cierto?»
Era el momento de que se expresara, que se arrepintiera, que sospechara que ella sabía algo. No obstante, vio como él, por unos segundos, dejó de comer, sin embrago, volvió a meter un bocado a su boca y al tragar, contestar:
«Por supuesto que no», contestó en un tono hipócritamente desilusionado, «En verdad, ¿dudarías de mí? ¿De verdad crees que sería capaz de eso?»
«No. Nunca dudaría de ti, amor», respondió en voz apagada. Claro que no, nunca dudó de él. Nunca, pero no era necesario dudarlo porque sabía que la engañaba. Desde su posición lo observaba comer, mientras una sola pregunta invadía su mente: "¿Por qué me mientes, querido?".
Ya no habría vuelta atrás; ya había tomado su decisión. Él no solo le fue infiel, le mintió. Era un mentiroso. Debía arrancar ese falso amor de su corazón aunque le doliera reconocer que no fue su verdadero amor. Exhaló aire con gran decisión, y con esa fuerzas renovadas, abrió aquella habitación.