La distancia entre nosotros dos

1 | La peor resaca de tu vida

1 | La peor resaca de tu vida


 

1 de noviembre de 2019


 

Connor


 

Abro los ojos, pero no reconozco lo primero que veo. Aunque creo que distingo algo, un techo, sí. Blanco y agrietado. No reconozco el lugar en el que estoy, pero igual tiene algo que ver teniendo una resaca de la hostia, como ahora. Pestañeo varias veces, intentando enfocar un poco la mirada, que de todos modos, se resiste a colaborar y la cabeza me acelera a un ritmo constante, como si fuera un martillo neumático a punto de desmoronar mi cráneo. La luz me molesta, así que la tapo con el edredón y me refugio en la oscuridad.


 


 

Definitivamente, ayer me pasé con el alcohol.


 


 

Siento suavidad bajo mi cuerpo, y eso solo confirma mis sospechas: No estoy en mi cama. Quiero decir, estoy en una cama, pero no es la mía ni por asomo.


 


 

Lo primero es lo primero y ahora: es ubicarme y averiguar dónde diablos he pasado la noche.


 


 

Con un gemido ahogado, me incorporo lentamente. La habitación me da vueltas aún más, y me veo obligado a volver a tumbarme y a darme cuenta de que no estoy solo.


 

Leah.


 

Mierda.


 

La miro fijamente, está tumbada al lado izquierdo de la cama, tiene la piel pálida y unas cuantas pecas que le salpican el rostro que me hipnotizan. Sigue teniendo las pestañas largas, y, también, gruesas. No tengo que ser muy listo para saber que no es de esas chicas que cambian, sigue siendo la misma y, por lo tanto, sigue estando igual que hace tres años, el mismo cabello castaño oscuro, que le cae rebelde hasta debajo de sus hombros. Y menos mal, está vestida... ¿Eso quiere decir que no hemos hecho nada, no?


 


 

Vale, tengo que centrarme.


 


 

Y respirar hondo, también.


 


 

¿Se habrá dado cuenta de dónde está? O peor, ¿se habrá dado cuenta de con quién está?


 

Lo cierto es que mi historia con Leah no acabo bien. Quiero decir, para nada fue uno de esos rollos que tuve poco después de entrar en el equipo de futbol, pero sí me acompañó gran parte de mi vida.


 


 

Creo que no hemos hecho nada. Soy el único que no lleva ropa, solo la ropa interior, pero ella está vestida. Lo único, es que estamos separados por una especie de barrera o fuerte improvisado con unas cuantas almohadas que separan su lado de la cama con el mío y eso es el único parámetro que nos separa. Pero es evidente, no hemos hecho nada. Y eso es lo que me intento repetir segundo tras segundo.


 


 

Pero estoy bastante seguro de que anoche la besé.


 


 

Creo que se coló en la fiesta que organizo Troy en su casa. Apareció por sorpresa, junto a su grupo de amigas. No recuerdo sus nombres. Pero sé que se armó una buena. Digamos que Leah no es todo lo popular a lo que puede aspirar una chica en el instituto, aunque conociéndola, creo que le da igual serlo o no serlo. Y es por eso, que anoche, me quedé impactado de verla en esa fiesta.


 


 

Leah no debería estar en ese tipo de fiestas.


 


 

No debería estar en ninguna.


 


 

Y definitivamente, no debería estar aquí, durmiendo a mi lado.


 


 

Ese capítulo de mi vida ya estaba cerrado, y no entiendo por qué demonios ha tenido que resurgir.


 


 

No pienso volver a beber.


 


 

Lamentablemente, ahora estamos aquí. Aunque no ha pasado nada, creo que anoche estaba demasiado borracho como para que sucediese algo en lo que los dos podríamos estar involucrados, y creo que no ha pasado. Anoche la besé, sí, pero estoy seguro de que para ninguno de los dos ha significado nada. Sencillamente, se sentó junto a sus amigas a jugar a la botella, justo donde estábamos todos los miembros del equipo de fútbol y, en cuanto la giro ella, la tuve que besar por un reto estúpido. Ya está. Así que lo más sensato sería largarme antes de que se despierte y tengamos que pasar por una charla aún más vergonzosa.


 


 

Fijo mi mirada hasta ella de nuevo.


 


 

¿Por qué demonios viste...?


 


 

La fiesta de disfraces, claro.


 


 

Aunque no se ha atrevido a ponerse algo muy raro, lleva el antifaz plateado, unas orejas de conejito y un vestido blanco bastante ceñido. Ni de coña este es su estilo. Seguramente alguna de sus amigas se lo ha dejado. Leah jamás se vestiría con algo así, y lo sé, porque es la persona más reservada que conozco.


 

Tengo que irme.


 

Con esa idea en mente, intento incorporarme sin hacer mucho ruido, aunque el colchón cruje un poco y un tirón repentino casi me arranca el brazo. Ahí, ante mis ojos, surge el siguiente problema: Leah abre los ojos.


 


 

—No hagas ruido, por favor —gruño con la garganta rasposa por la resaca.


 


 

Lo último que me falta ahora es escuchar los gritos de alguien.


 


 

La observo detenidamente, notando cómo su frente se frunce en una línea de desconcierto. Su mirada es tranquila, pero a la vez se vuelve inquisitiva enseguida, como si buscara respuestas en mi rostro. Espero que no me pregunte nada, porque no sabría qué responderle. Clava sus ojos marrones en mí antes de decir nada, y luego, pronuncia:


 


 


 

—¿Qué? —pregunta con el ceño fruncido, su mirada se desvía hacia debajo de las sábanas para confirmar lo sucedido—. ¿Hemos... hecho algo? ¿Dónde estamos? ¿Por qué estás aquí conmigo? —sus preguntas no cesan.




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