<< Capítulo uno>>
Nuestra vida puede cambiar en un segundo.
Una pequeña e inocente distracción al volante y todo se desmorona. No somos conscientes de lo frágil que es el hilo que sostiene nuestro destino.
Alice, conduce con el piloto automático activado en su cabeza. Efectúa, cada día, el mismo recorrido; desde Rosedale, el pueblo en el que vive, a Baltimore que es dónde trabaja como abogada de un importante bufete.
Hoy ha sido un día duro, y aunque salir tan tarde de la oficina no le gusta, no ha tenido más remedio. Y para rematar, cuando ha llegado tarde a la guardería para recoger a su hija, ha tenido que soportar la mirada acusadora de la profesora. El broche perfecto era escuchar a Selma quejarse, una y otra vez, cansada y de mal humor.
—¿Ya llegamos? ¿Ya llegamos, mami? ¿Falta mucho? —pregunta con insistencia la pequeña, desde su sillita en el asiento trasero.
—Selma, falta lo mismo que hace un minuto. ¡Haz el favor de portarte bien y dejar de molestarme! No sabes lo que me duele la cabeza…—responde enfadada, a la vez que le lanza una mirada furiosa a través del espejo retrovisor.
Y es entonces cuando la niña empieza a llorar.
—Lo que me faltaba… ¡Ahora no me llores! —grita histérica.
La regañina solo agrava la situación, y en ese tenso instante, empieza a sonar su teléfono móvil. Su primer impulso es dejarlo sonar, está demasiado agobiada para contestar. Pero reconsidera su decisión por si es una llamada del trabajo.
Empieza a rebuscar en su bolso para sacar el móvil.
Apenas aparta la vista de la carretera un segundo, pero cuando mira de nuevo, una luz muy brillante la ciega.
—¡Joder! ¡Mierda! —exclama aterrada.
Son los faros de otro coche que se abalanza sobre ellas, y asustada, da un volantazo para evitar el inminente impacto frontal.
Su coche, fuera de control, rompe el quitamiedo del arcén y se precipita directo hacia el río. En su estómago siente el vacío que provoca la ingravidez. Se da la vuelta, y fija su mirada en la de su hija, que con los ojos muy abiertos y los brazos extendidos intenta tocarla. Durante el instante en el que sus miradas se encuentran, Alice solo puede pensar en lo que daría por retroceder un minuto en el tiempo y dejar que el teléfono sonara.
Ahora por su culpa van a morir.
El impacto contra el agua es tremendo pero el parabrisas no estalla. Se convierte en una enorme tela de araña que las protege de ahogarse durante un breve lapso de tiempo. El coche se hunde a una velocidad de vértigo, y los faros delanteros que siguen encendidos, les permiten ver algo a través de la oscuridad del río. El agua empieza a entrar, pero por la presión es imposible abrir ninguna puerta hasta que el coche esté inundado por completo. Pero para cuando eso suceda, la velocidad de inmersión será demasiado alta para que puedan salir, se hundirán atrapadas allí dentro.
Se desabrocha el cinturón de seguridad e intenta pasar detrás para soltar a Selma.
—Mami, tengo miedo… —solloza la niña, mientras tiembla asustada.
—Mi vida, no tengas miedo, voy a sacarte de aquí.
Pero el parabrisas cede y la tromba de agua entra inundando el vehículo. Los faros se apagan, y a su alrededor todo es oscuridad y frío. El agua empieza a entrar en sus pulmones, se ahogan. Y su instinto de supervivencia la empuja a salir por el hueco del parabrisas delantero y nadar hacia la superficie.
Cuando consigue emerger, es rescatada de inmediato por el conductor del coche que circulaba tras ellas. El pobre chico, impactado por el accidente, se había lanzado al agua para socorrerlas, o al menos intentarlo.
A lo lejos, se escuchan las sirenas de los servicios de emergencia que se aproximan.
La carretera es estrecha, de doble sentido, y está prohibido adelantar. Pero el conductor del vehículo infractor, borracho como una cuba, no ha respetado la norma. Ahora, arrebujado en una manta y sentado en el suelo, llora y se cubre la cara con las manos mientras contesta a las preguntas de los policías. Su coche no tiene ni un rasguño, está claro que si ella no hubiera dado el volantazo él también estaría muerto. Pero no, su instinto la había empujado a esquivarlo sin pensar en que iba a ser peor el remedio que la enfermedad.
Cuando Alice recobra el conocimiento, y se da cuenta de que ha sobrevivido, es cuando empieza su verdadera pesadilla. Grita como una loca que su hija está dentro del coche, e intenta lanzarse de nuevo al agua para rescatarla. Pero los médicos y los policías presentes se lo impiden.
No les queda otro remedio que sedarla.
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Reflotar el vehículo resultó imposible, pero un equipo de buzos de la policía se sumergió a la mañana siguiente para rescatar el cuerpo de la niña. Fueron sus abuelos, los padres de Alice, los encargados de reconocer el cadáver y de enterrarla.
Desde el día del accidente, había permanecido sedada por su propia seguridad. Y en ese estado de semiinconsciencia soñaba siempre con Selma.
La veía ahogada en su sillita con los brazos y el cabello en alto, flotando y oscilando en el agua. Pero de repente, Selma abría sus enormes ojos negros y la miraba mientras extendía los brazos pidiendo ayuda. Una ayuda que ella no había podido darle, reclamando un consuelo que jamás obtendría. El sueño era recurrente e iba sufriendo algunas modificaciones con el paso del tiempo, que lo convertían cada vez en algo más terrorífico.
—Mami, ¿por qué me abandonaste? —le preguntaba a veces.
O en las peores versiones, la pequeña la agarraba con fuerza mientras ella intentaba salir del vehículo. Le sonreía y negaba con la cabeza, indicándole que no iba a poder salir esta vez. En el sueño, por mucho que ella forcejeaba para desasirse de la mano de su hija le resultaba imposible soltarse. Se ahogaba entre terribles espasmos, mientras veía la satisfacción de su hija al llevársela con ella al fondo del río.