La Dulzura de mi Vida

Capítulo 12. La Batalla entre fogones

KAREN

El aire de la cocina era espeso, una mezcla de vapor, el calor de los hornos y la adrenalina cruda que solo se siente en una noche de servicio completa. El murmullo constante de las órdenes, los siseos de las sartenes al freír y el tintineo de los cubiertos contra los platos formaban una sinfonía caótica, pero para mí, era una partitura perfectamente orquestada.

Llevaba una semana en "Le Fleurissant", y cada día me confirmaba que este era mi lugar. Aquí, el caos tenía un propósito; cada movimiento, por frenético que fuera, era parte de un sistema que buscaba la perfección.

La noche estaba en pleno apogeo. El salón principal estaba lleno, y mi estación, la de salsas, era un nudo de actividad. Me movía con fluidez, mis manos trabajaban sin pensar, midiendo, revolviendo, probando y emplatando con la precisión de un robot.

La chaquetilla blanca, que el chef me había dicho que me la ganaría si demostraba que era apta, estaba impecable. Era mi armadura. Y la blusa de seda arruinada era una cicatriz que me recordaba por qué esta armadura era tan importante para mí.

El ambiente se tensó aún más cuando escuché la voz grave del chef Julián Devereux. Estaba de pie en su puesto, pero su aura de descontento irradiaba a cada rincón de la cocina. Había estado de mal humor desde el mediodía, lanzando miradas críticas a cada plato que salía. Sabía que sus altos estándares de perfección iban a probar los nervios de todos esta noche.

No es que no lo entendiera, lo compartía con él.

—¡Valeria! —gritó, su voz era un látigo—. El risotto de trufa del plato 23 no tiene la consistencia adecuada. ¡Vuelve a hacerlo!

Valeria, la subchef principal, apenas asintió. Un suspiro de frustración se esparció por la cocina. Era una noche de risottos perfectos, no de errores. Sabía que no éramos lo suficientemente rápidos para hacer otro.

En ese momento, el sous chef del turno de la noche entró con una nueva orden, y su voz tembló ligeramente.

—Chef, acabamos de recibir una reservación para la mesa más importante. Es de último minuto.

Julián alzó una ceja, su mirada se endureció.

—Dime el nombre.

El sous chef dudó por un momento.

—Es… es el señor Antoine Ego. El crítico.

El tiempo pareció detenerse. Un silencio sepulcral se apoderó de la cocina. El señor Antoine Ego. El crítico gastronómico más temido de la ciudad. Su reseña podría llevar a un restaurante a la cima o destrozar su reputación.

La tensión se disparó a niveles insoportables. Todos los cocineros se miraron nerviosos, las manos temblorosas. Los ojos de Julián se entrecerraron en un gesto que me pareció una mezcla de furia y concentración.

—Bien. Tendrá el mejor menú de la noche. Karen, prepara mi receta secreta del soufflé de chocolate con un toque de chile. Es una de mis especialidades, necesito que me ayudes con eso.

—Sí, chef. Con gusto —respondí, mi corazón latía con fuerza.

—¡Y que la presentación sea impecable! —añadió, su voz resonó por toda la cocina.

El reloj en la pared parecía burlarse de nosotros. La cocina se retrasó un poco, no por falta de habilidad, sino por el miedo a cometer un error. Julián se encargó de dirigir a todos con su precisión maníaca.

Yo, por mi parte, me concentré en el soufflé. El soufflé de chocolate era una receta delicada, casi un acto de fe. Cada paso debía ser perfecto, desde la separación de las claras de huevo hasta el movimiento exacto del batidor. Si algo salía mal, la obra de arte se desinflaría y la noche estaría arruinada.

Mientras mezclaba los ingredientes con las medidas exactas que el chef me había dado, sentí una oleada de calma. Aquí, en mi elemento, nada podía salir mal. No había cabida para la torpeza. La cocina era mi santuario.

Cuando el soufflé salió del horno, un aire de victoria recorrió la cocina. El plato lucía impecable y la salsa brillaba con un color intenso. Julián me miró por primera vez en la noche, y vi un destello de aprobación en sus ojos. No era una sonrisa, era algo mejor.

—Buen trabajo, Karen —dijo, su voz más suave que antes—. Lleva este plato. Es para la mesa del señor Ego.

Mi corazón dio un vuelco. Él confiaba en mí.

Tomé el plato con cuidado, sosteniéndolo como si fuera una obra de arte, lo que, en esencia, era. Salí de la cocina, mi mente se concentró en no tropezar con nadie. El camino hacia el salón era un laberinto de servidores, clientes y carritos.

Mi objetivo era claro. Avancé con una gracia que me sorprendió, el suflé en el centro de mi bandeja, perfectamente estable. Llegué a la mesa, sonreí con profesionalidad y coloqué el plato frente al crítico, que asintió con un gesto de reconocimiento. La victoria era mía.

Al regresar a la cocina, mi mente ya pensaba en el siguiente paso. Había superado la prueba, y la adrenalina de mi éxito me llenó. Justo cuando estaba por cruzar el umbral, un camarero con prisa se cruzó en mi camino.

Di un paso hacia atrás, tropecé con algo, y para mi horror, mi brazo golpeó a un hombre que pasaba por allí. El vaso que llevaba en la mano se inclinó, y el líquido transparente se derramó sobre mi uniforme.



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Editado: 15.09.2025

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