Atena Clodwal se había criado con su padre desde su nacimiento. De su madre, conservaba solo la elección de su nombre.
Cómo general de la corona, Erik Clodwal había acostumbrado a Atena a la vida de la corte. Ambos residían en palacio desde el nacimiento de la niña, de vez en cuando, visitaban el palacete familiar. Entre los deberes de su padre, estaba el de consejero y responsable de la seguridad del reino.
Desde niña llevaba una estrecha relación con la familia real. Primero, por la simple razón del trabajo de su padre y después, un poco mas mayor, por simple gusto.
Era una de las cortesanas que mejor se llevaba con la reina Calisa, por lo que desde su infancia, acostumbraba a pasar tiempo con ella.
Al igual que con la reina, tenía una relación cercana con Orión, el heredero. Desde niños habían sido la única compañía del otro. Se habían convertido en amigos nada mas cumplir los seis años y nada parecía romper su amistad. Aunque desde que ambos habían cumplido años un par de años atrás, las cosas se habían enfriado. Los jóvenes sabían la razón por la que nadie parecía preocuparse de que no estuvieran ya emparejados, a pesar de la edad; y por parte de Atena, quería evitarla.
Ambos recibieron la misma educación: basada en estrategias de reinado, economía y política. A diferencia de otros reinos cercanos, Arión no poseía soberanos educados en el arte de la guerra, ese siempre había sido el trabajo de la mano del rey. Desde los últimos veinticinco años, era su padre.
Atena no podía negar que apreciaba la vida en palacio. Tenía
a su disposición una de las bibliotecas más grandes y completas del mundo conocido; por lo que cuando no estaba ocupada en sus labores, siempre se encontraba en la biblioteca. Pero la joven de cabellos blancos prefería sin duda la tranquilidad del palacete familiar, donde era libre de mostrarse como era.
Atena recorría el jardín trasero del palacio, acompañando a la reina Calisa. Ambas mantenían una conversación amena, como cada mañana desde que la niña había cumplido diez años.
- He observado que ya no pasas tanto tiempo con Orión, querida- había resaltado la reina, donde introducía a su heredero de manera sutil. Atena quería reírse de la forma en la que su soberana quería nombrar a su hijo en su presencia.
- Bueno, majestad, ya no somos niños. Estaría mal visto que ambos nos relacionáramos sin compañía- la joven le había dedicado una sonrisa sincera.
Ambas se sentaron en un banco al lado del jardín de flores privado de la mujer.
El castillo era de grandes dimensiones, pero los jardines, una de las partes favoritas de Atena, ocupaban casi tanto como un pequeño poblado de campesinos. Desde ahí, se apreciaba una vista general del palacio, pero no permitía que las personas las pudieran ver.
El jardín de la reina tenía todo tipo de flores, desde claveles a hortensias. Había flores que Atena nunca había visto fuera de esos muros. Su tutora le había contado que eran flores exóticas.
-Oh querida, ambas sabemos que nadie os cuestionaría si queréis estar juntos sin supervisión. Creo que nadie se sorprendería si un día mi hijo decide proponeros matrimonio.
El tema que evitaba, había salido. Para no parecer descortés, Atena fingió que se sonrojaba y apartó la mirada, como si se avergonzara ante esa afirmación.
La verdad es que no se sorprendería que ese sea su fututo. El rey Caesar, el soberano del reino de Arión, la aprobaba como reina consorte de su primogénito. Estaba segura de que Orión no tenía opciones. Ambos tenían diecisiete años, a punto de cumplir los dieciocho. Era tarde para casarse.
Erik, su padre, no había presionado demasiado con que se casara. La joven no era tonta, debería estar comprometida al menos desde los quince. Nadie había dicho una palabra porque esperaban que se convirtiera en la futura reina. Esa es otra de las razones por las que tampoco le habían insistido a Orión sobre su futura pareja.
El pueblo, la corte y sus padres esperaban que se casaran.
-Bueno, mi señora, ambas sabemos que nuestro príncipe se convertirá en rey en los próximos años. Y desde hace tiempo acompaña a su esposo, el rey, en todos sus deberes- Atena daba siempre la misma esclusa cuando su reina sacaba el tema.
Muy a pesar de la joven, su futuro estaba escrito desde el día en que nació. Daba igual con quien se acabara cansando, su misión estaba siempre al lado de Orión, pero el no podía saberlo.
- Querida niña, las dos sabemos que no tendrás opciones si llegara a suceder. Te educaron para esto- Calisa la había mirado con pena en otras ocasiones, pero según avanzaban los años, esas miradas aumentaron.
La soberana sabía cual era su destino. Lo había descubierto cuando ella había cumplido los trece años y había tenido que cumplir su misión. Desde ese momento la mujer le había cogido cariño, se sentía en deuda con ella.
- En el caso de que eso suceda, majestad, asumiré mi destino- fueron las palabras de la joven antes de levantarse e irse.
Las cocinas del palacio siempre estaban atiborradas de personas. Desde las cinco de la mañana a las doce de la noche siempre había mínimos tres personas. En los horarios144 de comida, el enorme espacio parecía una pequeña sala. Maria, la cocinera, siempre tenia dos o tres ayudantes con ella. Además, cuando los sirvientes acababan las tareas diarias, se solían reunir en uno de los almacenes.
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Lo que más se sorprendía a Atena desde que era niña, era el conjunto de salas que formaban la cocina-comedor. Nada más entrar en esa área del castillo, olía a galletas de pepitas de chocolate, las favoritas del heredero. La primera sala era una pequeña recepción, que se utilizaba cuando había banquetes para dejar las bandejas a los encargados de llevarlas al comedor. Después se encontraba la cocina. Con grandes estantes, con hornillos y un horno de madera. La sala tenía dos puertas, una que llevaba a un pequeño salón-comedor para la servidumbre, que tenia acceso a los dormitorios; y otra que daba a unas grandes despensas.