Walter colgó sin decir más. Me sentí de lo más estúpida.
Abandono la cocina y el gran salón para dirigirme a la puerta principal. En cuanto toco el picaporte, siento una ráfaga de viento entra por debajo de la puerta. Me estremezco de una forma desorbitante. Abro y cierro, estoy fuera, añorando el otoño, la dulce y húmeda mañana de la famosa estación. El corazón me da un vuelco inesperado. ¿Por qué? De repente siento una mirada desde algún punto del vecindario. Busco con la mirada aquella fuente. Ojos. Rostro. Un rostro sobre mí. Nada. Debo estar alucinando.
Reviso el coche. Limpio las hojas secas y verifico que todo esté en orden. No hay ningún extraño como se lo comenté a Wall hace unos minutos. ¿Qué habría pasado si hubiese sido verdad? El interrogante me genera escalofrío, no quiero ni pensarlo. ¿Qué hubiese sido capaz de hacer? Definitivamente ni pensarlo, sin embargo, sonrío por mi maldad.
Un hombre al otro lado del jardín. Tardo en darme cuenta de que se trata del señor Till. Le saludo con un ligero movimiento de mano. Él anciano responde.
Regreso a la casa dispuesta a darme el primer baño del día.
He decido salir hoy. Estoy en el metro de las 09:45 que va directo a Central Park. Hace un rato, un chico atractivo subió y cantó varias canciones en compañía de su ukelele. Un gran talento para estar mostrándolo a gente que ni le interesa. Menuda mierda de ironía.
En cuanto bajé, un poster de la nueva temporada de El Ballet de la Ciudad de Nueva York atrapó mi atención de manera veloz. La bella chica, frente a la cámara perfectamente maquillada, segura de sí misma, bajo el concepto de ser la bailarina perfecta, me observa. Debo ver esta función. De niña practiqué ballet, pero resulté ser muy llorona; los pies se enrojecían y me dolían con frecuencia. No quise volver más a las clases, decía que el profesor era muy extraño, años después entendí que era homosexual.
Sigo mi camino, dejando a la bella chica atrás.
Walter quería tener una hija bailarina. Lo recuerdo. Lo mencionó en nuestra luna de miel, hace tres años, en las preciosas playas de Kiribatí. De pronto, me acuerdo de aquella vez que hicimos el amor en la playa. Sonrío. Siento la misma sonrisa que tenía mientras se deshacía de mi vestido de baño.
Dentro de la estación, camino entre la gente. Huelo lociones, detergente y jabón corporal. A esta hora las personas huelen bien. Me gusta. Una chica rubia habla por teléfono. Me pregunto si habla con su novio o con su madre, advirtiéndole sobre los peligros o tal vez con una amiga preocupada por el semestre de la universidad. Un señor de tez morena revisa su iPhone. Twitter. Acabo de verlo. Un indigente. Un niño sosteniendo su caramelo. Una mujer embarazada. Un hombre que me está siguiendo.
Estaciones atrás, se ha subido un hombre de cabello rojizo y ojos azules. me percato de su presencia tras de mí, a lo mismo que camino entre la gente. No deja de observarme. Siento que por nada en el mundo puede perderme de vista. Supongo que intenta averiguar hacia dónde voy, supongo que soy un objetivo importante. ¿Quiere hacerme daño? Me niego a pensarlo. Avanzo con rapidez. Él también. Empiezo a tener miedo.
Falsa alarma. El hombre ha tomado un autobús en cuanto entro a la calle principal. El pecho se me deshincha al igual que un globo. Trago saliva, respiro hondo, avanzo con seguridad. ¿Qué ha sido eso? Tiemblo. No quiero ni imaginarme lo que me podía hacer ese hombre. Me llega a la mente la noticia de la chica que apareció muerta días atrás. Su esposo la asesinó por celos. «Siempre es el esposo», dijo una mujer después del reportaje. Yo bebía café en la barra del local.
El hombre no es mi esposo, pero sí un extraño y los extraños también hacen daño, tal cual decía mi madre.
Llego a mi destino: un bar en el centro. Concurrido y sofisticado. Pido una copa de vino tinto, me siento en la barra. La chica que despareció. Su marido la mató. Pienso y me estremezco, el barman llega con mi bebida.
Doy un largo sorbo. Frío, dulce, tierno, juguetón. Walter en la cama, haciéndome el amor. El hombre que me seguía. Sacudo la cabeza con el objetivo de no pensar en él. Es absurdo sacudir la cabeza, pero funciona. Me conformo. Bebo.
En el fondo del bar, hay un grupo de computadoras, dispuestas a funcionar para los clientes. Agarro mi bebida y voy a por una de ellas. Necesito saber qué ha sido de Emily. En cuanto tomo asiento, me aseguro de que nadie me esté observando, que nadie conocido se encuentre a mi alrededor, luego me pregunto: ¿Nueva York es pequeño? Ciertamente que no, es una de las ciudades más grandes del mundo, sería una completa desgracia encontrarse con algún conocido.
Editado: 11.07.2018