La esquina de los santos

La esquina de los santos

     El corazón de Kent Ashton latía como un remolino enloquecido en medio de un arenal. Trataba, en vano, apaciguar aquella llamarada que encendía su amargo corazón, desde que era un pequeño niño de tan solo seis años aquel sentimiento lo invadía, le hacía acechar desde la ventana del segundo piso a los transeúntes con una daga que su abuelo le regaló en su cumpleaños número cuatro. Pero hoy aquel sentimiento se había transformado en algo más grotesco, y aterrado, incluso para el mismo. Desde hacía un par de noches, un grupo de prostitutas de la ciudad habían levantado una empresa en contra de su prometida, aquel grupo de alimañas, como él las llamaba, tenían la firme convicción de que su amada debía ser despojada de su dignidad y su lugar en el corazón de Kent Ashton, para ser reemplazada por su abominable líder.

Aquel penoso descubrimiento despertó en Kent sentimientos que creía sepultados desde su tierna infancia; el deseo de sangre, y no cualquier sangre, ansiaba que entre sus dedos se vertiera la impura sangre de aquellas arpías. Regreso a las andanzas de su niñez la estoica noche cuando, por capricho de los dioses Kent Ashton encontró a su prometida en una especie de peregrinaje de una esquina a otra de la alcoba, con los ojos empapados de lágrimas, y su mano derecha en su pecho.

 

—Oh, mi amor —Su voz era frágil, como si un cristal estuviera por romperse en miles de trozos—. La desgracia cae sobre mí. Malditas, maldito sea el día de sus nacimientos. Su prometida narró los desafortunados encuentros con aquel grupo, su salvajismo y demencia. En una ocasión, le habían arrojado una bolsa de papel llena de heces con la inscripción "el amor nos pertenece". Las narraciones de aquellos encuentros desataron en Kent Ashton una cólera incontrolable. Su corazón ardía como un árbol en llamas, y su mente era saturada por un solo pensamiento 'conseguir su daga'. Tembloroso como un enfermo, las palabras resistían la libertad de sus labios.

—Da... me —hizo una larga pausa—. Sus nombres.

Su prometida tomó su mano.

 —Sus nombres son tan desconocidos para mí, como lo es el océano.

—Entonces, ¿qué aspecto tienen?

—No creerás mis descripciones

 Kent asintió

—Creeré firmemente todo lo que digas.

Su prometida narró, con pavor, como eran aquellas personas. Sus descripciones se asemejaban a alucinaciones oníricas, como si fuese un invento de la exaltada imaginación de la mujer. Pero Kent Ashton creía firmemente las palabras de su prometida.

 —Y la más abominable —continuó la mujer—. Es su líder —caviló largo rato, con una mueca pensativa, y la vez de angustia—. Es como si una sandía flotará, su cuerpo es una especie de malformación... sí, eso, su cuerpo es como una gran sandía deforme, de la cual cuatro hilillos hacen el rol de sus extremidades, y su rostro, más espantoso aún, se asemeja a la superficie lunar.

 

Kent miró largo rato a través de la ventana abierta de la alcoba, la noche era silenciosa y enigmática, como si esta pidiera a gritos que Kent Ashton reemplazara aquel silencio por ensordecedores gritos de dolor. Al cabo de una hora, los dos consiguieron sosegar la tormenta torrencial que acecha sus frágiles corazones. Alrededor de las dos de la mañana Kent giró el picaporte de la puerta principal de su casa, y su cuerpo y la fría noche de noviembre danzaban como una abeja alrededor de una bella flor.

 

Las primeras pesquisas de Kent fueron infructuosas, vago noches enterar por las concurridas calles de Caracas, las descripciones causaban espanto en las personas interrogadas. Miraban a Kent como si estuviera bajo los efectos de una fuerte droga. Aquello hacía arder su cólera aún más. A principios de diciembre, en una de sus ahora habituales acechanzas nocturnas, entró a un bar de mala muerte a las afueras de la ciudad. El edificio tenía el aspecto de que en cualquier momento caería sobre sus propios cimientos, pero la garganta de Kent pedía que algún líquido ser vertiera sobre ella. Se acercó al cantinero y pidió una cerveza.

  —No acostumbramos a recibir clientes de... su clase —dijo el cantinero mientras servía la cerveza.

 —Solo vengo a apaciguar mi sed, y a hacerle unas preguntas. —respondió Kent.

 Las descripciones hicieron carcajearse al cantinero, "otro más" pensó Kent, empero, siguió describiendo a aquellos seres, hasta que, por fortunio, la líder fue descrita.

 —Sí, ella, la de aspecto grotesco, ha estado aquí un par de ocasiones, pero no sé su nombre. ¡Hey, Rubén!— gritó al hombre cabizbajo que se encontraba en el otro extremo de la barra—. Como se llama la prostituta que nos hace... los servicios.

 —Mónica Días— vociferó—. No nos hace el día, pero si la noche —Rubén se carcajeó. Kent terminó su cerveza y fue con aquel hombre.

 —¿En qué lugar puedo encontrarla?

 —Hey, amigo, aunque sea espantosa, sabe arañar, ¿me entiendes?

Kent asintió, pero no entendía aquellas palabras. Luego de un breve intercambio de palabras y unos cuantos billetes de por medio, las pesquisas de Kent Ashton dieron sus frutos. Pagó al cantinero y salió al encuentro de la fría noche decembrina. Aquella noche Kent Ashton descubrió a un grupo de prostitutas que ofrecían sus servicios en las cercanías de la iglesia La Divina Pastora.

 

Acechar a aquel grupo de prostitutas producía en Kent una especie de placer, en algunas de sus vigilias, acostumbra a masturbarme mientras observaba aquel cuerpo deforme vagamente parecido a una sandía, no hacía aquello por lascivo, las imágenes que surgían en su mente sobre cómo llevaría a cabo su venganza le causaban erecciones. Atisbó y aguardo noches enteras, hasta que el fulgor del sol comenzaba a apoderarse de la noche. Su venganza estaba próxima.

Mónica recibía clientes todas las noches (muchos menos que sus otras colegas), por lo cual Kent no podía salir de su escondite y solo cortarle el cuello. Fue a bares y frecuentó a otras prostitutas, y así concretó el día de su ansiada vindicta. El treinta y uno de diciembre, la mayoría de los clientes anteponían celebrar la víspera de año nuevo con su familia o amigos, en lugar de una prostituta barata de cualquier esquina de la ciudad. Las prostitutas preferían apaciguar sus penas en el licor, a excepción de Mónica, que, pese al poco trabajo aguardaba paciente en una de las esquinas de la iglesia.



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En el texto hay: muerte, venganza

Editado: 11.12.2019

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